DERROTA MUNDIAL - EDICIÓN HOMENAJE AL AUTOR DERROTA MUNDIAL (Edición Homenaje) | Page 18
Salvador Borrego
Pero las tierras rusas, prometedoras de esplendoroso futuro gracias a sus inexploradas
riquezas y enorme extensión, seguían atrayendo incesantemente a comunidades judías
emigradas de la Europa occidental. La emperatriz Bisabetha Petrovna se alarmó ante ese fe-
nómeno y en 1743 se negó a admitir más inmigrantes. Sin embargo, cincuenta años más
tarde la anexión de territorios polacos convirtió a millares de judíos en súbditos de Rusia.
En esa forma las comunidades israelitas aumentaron considerablemente, no sin sufrir
hostilidades y persecuciones, tal como les había ocurrido a sus ancestros en todos los
tiempos y en todos los pueblos. El Zar Alejandro I (que gobernó de 1801 a 1825) trató con
benevolencia a la población judía y sufrió un completo fracaso al pretender que se asimilara
a la población rusa.
El siguiente zar, Nicolás I (1825-1855) se impacientó ante la renuencia de las
comunidades israelitas a fusionarse con la población rusa y redujo sus derechos cívicos,
además de que les hizo extensivo el servicio militar obligatorio que ya regía en el Imperio.
Esto causó trastornos y descontento entre los judíos, pero una vez más lograron conservar
sus vínculos raciales y sus milenarias costumbres.
Al subir al trono Alejandro II (1855) la situación de los israelitas volvió a mejorar y no
tardaron en prosperar en el comercio, la literatura y el periodismo; varios diarios judíos se
publicaron en San Petersburgo y Odessa. Precisamente en ese entonces —girando alrededor
de la doctrina comunista delineada en 1848 por los israelitas Marx y Engels—, se vigorizó en
Rusia la agitación revolucionaria. En 1880 los israelitas Leo Deutsch, P. Axelrod y Vera
Zasulich, y el ruso Plejanov, formaron la primera organización comunista rusa. Y un año
después varios conspiradores, encabezados por el judío Vera Fignez, asesinaron al zar
Alejandro II. El hijo de éste, Alejandro III, tuvo la creencia de que las concesiones hechas
por su padre habían sido pagadas con ingratitud y sangre; en consecuencia, expulsó a los
judíos de San Petersburgo, de Moscú y, de otras ciudades, y les redujo más aún sus derechos
cívicos. Los crecientes desórdenes y atentados los atribuyó a la influencia dé ideas extrañas al
pueblo ruso y ordenó enfatizar el nacionalismo y reprimir las actividades políticas de los in-
telectuales hebreos. La inteligente población israelita se mantuvo estrechamente unida en
esos años de peligro.
Sufrida, inflexible en sus creencias, celosa de la pureza de su sangre, ya estaba
ancestralmente acostumbrada a sobreponerse a las hostilidades que su peculiar idiosincrasia
provocaba al entrar en conflicto con las ajenas. Ya antes había demostrado con arte magistral
que a la larga sabía aprovechar en beneficio de su causa las reacciones desfavorables con que
tropezaba en su camino. Es esta habilidad una de sus creaciones más originales y con ella ha
demostrado que ningún pueblo está verdaderamente vencido mientras su espíritu se
mantenga indómito.
Lo mismo que le había ocurrido en otros países, esa raza vio cómo miles de sus hijos—
emigrados a las tierras rusas, prometedoras de esplendoroso futuro debido a sus
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