DERROTA MUNDIAL - EDICIÓN HOMENAJE AL AUTOR DERROTA MUNDIAL (Edición Homenaje) | Page 140
Salvador Borrego
Igualmente se sabía que la tiranía bolchevique impedía que un ciudadano viajara sin
previa autorización, y que salvo muy contadas excepciones, a nadie se permitía salir de la
URSS ni entrar en ella. En el país de la «sociedad sin clases» existían hasta seis clases de
obreros; un tercio de los salarios era retenido por el Estado; se castigaba con prisión
cualquier falta injustificada al trabajo; el 60% de la burocracia ganaba menos de 200 rublos
mensuales; el kilo de frijol costaba 35 rublos y un par de botas hasta 500, en el mercado
libre.
Los estadistas occidentales sabían asimismo que si los obreros de la URSS eran pobres
siervos en las fábricas, los campesinos vivían en peores condiciones, pues el 50% de su
producción era para el Estado, el 40% para la burocracia y sólo el 10% para ellos. Tampoco
era un secreto que en los campos de trabajo forzado se consumían en condiciones
infrahumanas 18 millones de desafectos al régimen. Y que cuando en alguna región había
síntomas de descontento o rebeldía, la «ingeniería social» bolchevique entraba en acción
para desarraigar del lugar a miles y aun millones de habitantes, que eran dispersados y
canjeados por los de otras regiones.
El ex Embajador americano en Rusia William C. Bullit, enumeraba que Alemania
había cometido 26 violaciones a pactos internacionales, y la Unión Soviética 28, y se
mostraba sorprendido de cómo el mundo occidental parecía ignorar la gigantesca amenaza
del bolchevismo. Ya entonces había ocurrido la «purga» de los famosos «procesos de
Moscú», durante la cual más de cinco mil personas fueron aniquiladas. La religión era
sistemáticamente combatida por el régimen y en las escuelas se enseñaba a odiarla.
No obstante todo esto, Roosevelt y sus propagandistas judíos ocultaban su complicidad
con el marxismo —y consecuentemente su criminal traición a los pueblos occidentales—
bajo la falsa actitud de luchar por la libertad, por la dignidad humana y por las creencias
religiosas.
Igualmente falsa era la actitud de los gobernantes británicos. Se proclamaron
defensores de la libertad, pero mantenían bajo su dominio a 470 millones de habitantes de
sus colonias; se decían idealistas, pero habían hecho una guerra a China para asegurar el
comercio del opio, que anualmente enriquecía a veintenas de magnates ingleses y mataba a
600,000 chinos; se ostentaban como abanderados de la integridad de Polonia, pero no
tenían ninguna objeción si media Polonia era anexada a la URSS.
Inglaterra siempre había sabido encontrar en los vericuetos de la hipocresía diplomática
el camino de la propia conveniencia. Para esto había necesitado mantenerse impasible e
indiferente ante los ideales, la sinceridad y la lealtad, como cuando quemó viva a Juana de
Arco y como cuando asesinó a 27,000 boeres en el Transvaal. Pero en 1939 no pudo
conservar su frío cálculo utilitarista. Churchill se dejó cegar por el despecho y el odio hacia
un vecino europeo que prosperaba, Alemania, y automáticamente se convirtió en dócil
instrumento de intereses internacionales no británicos.
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