Propiedad privada
“Hasta la victoria siempre”, decía el póster enorme
y amarillento que coronaba el sofá de la sala. No sé por qué,
desde que me vi frente al Che Guevara, no me di cuenta
de que aquella relación estaba predestinada a fracasar.
Su mamá tenía una pared entera dedicada a artesanías,
banderines y fotografías de Cuba y, al principio, me miraba
de manera extraña. Tal vez porque la revolución cubana
me había tenido siempre sin cuidado; además, era la novia
más güera que había tenido su hijo, y también la única con
coche último modelo hasta para el día de no circular.
No me duró mucho el gusto.
Primero, me sentí mal de llamarme Jaqueline, aunque
en realidad es un nombre común. Más tarde, me daba
culpa que el refrigerador de mi casa estuviera siempre lleno,
“habiendo tanta gente hambrienta en el mundo.” El colmo
era no haber participado jamás en una marcha, y temer
subirme al pesero y al metro. Así que, apenas dos meses
después de frecuentar la casa de Rafael, decidí enfrentarme
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