Aun así, los poemas han sido afortunados, pues todos, mejor o peor, sobreviven; en
cambio, los cuadros explicativos que orgullosos relataban los edificantes propósitos de sus
artífices son casi siempre ilegibles. Quemados por el sol, arrasados por el viento, ocultos
tras grafitis que, como las malas hierbas, llegan a todos los lugares y todo lo invaden. Sus
yertas explicaciones son ciencia y nos hablan de ecosistemas, de la red de jardines… y de
las especies que con voluntad férrea se introdujeron en el efímero jardín que recorremos.
Algunas sobreviven entre el mar de encinas, robles y quejigos. Dos sequoias así lo in-
dican. Árboles inmensos venidos de otro continente que en este jardín han quedado con di-
mensiones más bien modestas. También sobreviven algunos árboles frutales. Su fruto, que
persiste pese al abandono, yace estéril por el suelo. Siempre fueron alimento, luego preten-
dieron convertirlos en ornamento, y ahora se resisten a ser ruina.
Al fin llegamos al pequeño lago artificial, unos patos viven cómodamente en él. Se diría
que son lo que queda de la Europa ajardinada que quiso llegar a estos apartados serrijones.
Muchas de las fichas botánicas que lucieron modernos diseños son ahora ruina ilegible
y descolorida. Sin embargo, bastantes ár-
boles perviven junto a los borrados nom-
bres que cuentan sus peripecias.
El sauce al que se alude en esta
ficha sobrevive en condiciones aceptables,
aunque el cartel está como se ve en la fo-
tografía. Del serbal de cazadores y del
saúco no queda ni rastro, solo restos de
sus carteles. Hay otros tan destruidos
que es imposible adivinar a qué planta
correspondían.
La toma de aguas de la población
llena de espontánea floración de grafitis
corona el jardín. Después de todo, aunque
lo demás se arruine, agua siempre hará
falta.