Un vecino con quien se había encontrado en Mérida, había traído unas líneas del jefe
de familia. Pidió leerlas y aprovechó para hacer cantidad de comentarios sobre las buenas
nuevas de los negocios paternos.
Ahuyentaba con la charla los silencios, por temor le preguntaran por Agustín y casti-
garse con un rubor traicionero. Pero para su tranquilidad, nada de eso ocurrió.
Al caer el sol, rezaron el rosario pidiendo por la salud y el pronto regreso de su padre.
Su mente, sin embargo, se mantuvo muy lejos de todo ello.
Cenaron conversando con naturalidad y por fin llegó la hora del descanso. Era el mo-
mento que ansiaba. Al acostarse quedó protegida por la barrera de sus pensamientos y sin
riesgo alguno de ser descubierta.
No había tenido tiempo de evaluar lo ocurrido, ni de juzgarse a sí misma. Se sentía
acosada por sentimientos encontrados que buscaban su lugar dentro de la dicha que le en-
volvía. Sabía la gravedad del paso que había dado y las consecuencias que éste podría aca-
rrearle. Recordó tendría que enfrentar una difícil confesión para poder comulgar el siguiente
domingo y eso la inquietaba. Resultaría grave paradoja acusarse de un pecado del que no
se arrepentía, ni se proponía enmendar.
Dejaba esto, para deleitarse una y otra vez recordando cada detalle de la maravillosa
experiencia. El cuerpo se le estremecía tal si soportara sobre sí y aún, el del hombre que
amaba y con el que estaba segura ahora, deseaba compartir su vida.
Al regresar del éxtasis, advirtió que sus hermanas a su lado, descansaban apacibles
sobre sueños de inocencia. A pesar de la oscuridad, una llama de vergüenza le quemó la
cara. Decidió concentrarse en el rezo de otro rosario, pero la fatiga la venció.
Agustín disfrutó del perfume que Leonor había dejado sobre su piel. Quedó recostado
prolongando la intensidad de las emociones vividas. Se sentía halagado por la fogosidad de-
mostrada por esa dulce y bella niña al sentirse desflorada. Recordarla ardiendo entre sus
brazos, le instaló de nuevo el deseo en la sangre y notó que ésta pujaba bajo la manta.
Se vistió con lentitud. Hambriento, devoró su bien demorado almuerzo y luego co-
menzó a ordenar los cartones y las carbonillas, dispuesto a regresar a su tarea.
Sobre la mesa, el prendedor de Leonor con sus rosas de plata perfectas y relucientes,
testimoniaba la visita de su enamorada y la seguridad de las siguientes que ya anhelaba. Lo
acarició con sensualidad disfrutando de su contacto.
Destrabó la gaveta privada del bargueño y lo depositó satisfecho junto a los otros
dos, idénticos, con sus rosas de plata perfectas y relucientes, que parecían estar esperando
la llegada de su trillizo.
Luis C. Montenegro
*Publicado en el libro de cuentos que transcurren en España “Pastor de Leyenda”, editado
por Editorial del Candil.