El impacto de aquella guerra golpeó de lleno en el alma de la ciudad de la cultura; dejaron
de venir los juglares… los habitantes tornaron a su natural estado arisco; la luz de los atarde-
ceres, hasta entonces resplandeciente, se transformó en permanente gris. La cultura aban-
donó su amada ciudad, y la ciudad murió; con ella murieron todas las ilusiones de sus
moradores. Esta tragedia sucedió hace medio siglo.
Desde entonces, ni gobernantes ni pueblo hemos hecho nada por evitar el profundo
estado de melancolía a que nos ha conducido la pérdida de la cultura. Pero lo más doloroso
de la postración moral no es el aburrimiento ni el deterioro permanente de los restos escasos
de aquella cultura vigorosa de antaño: lo más doloroso es el acomodaticio estado de abulia
y conformismo que preside todos nuestros actos. Poco más de medio siglo de represión física
y moral nos ha convertido en animales de costumbres viciadas; entre todos, gobernantes
actuales y pueblo, hemos conseguido que la cultura no regrese a la ciudad. El arco almenado
-a pesar de que está abierto- ha bajado sus pesados rastrillos defensivos y todo vestigio de
ciencia ha quedado detenido más allá de sus muros, definitivamente desterrado.
Y nosotros, los ciudadanos, ¿cómo hemos quedado?; la respuesta es fácil: estamos
atrapados; somos prisioneros de nuestra propia conducta de siervos. Hemos vivido durante
demasiados años subidos a las torres de nuestra Catedral; hemos lanzado demasiados des-
precios encaramados en los restos arrogantes de nuestro Castillo; hemos arrastrado dema-
siadas carrozas de desprecio a la cultura por las pulidas baldosas de nuestro Espolón. Para
decirlo de una vez: no hemos querido cultura; nos ha bastado con vivir a la sombra de un
pasado histórico que, paradójicamente, nadie conoce…
Hoy recuerdo estas justas lamentaciones y no puedo por menos que sentir vergüenza,
propia y ajena. Pero no quiera caer en la frustración que produce magnificar (una vez más)
la imbecilidad de nuestra conducta individual o colectiva; por el contrario, ha llegado el mo-
mento de salir al paso de tanto incompetente -ético y moral- que gobierna nuestras posibi-
lidades de cultura; también es llegado el día para aquellos -muchos- que presumen de poseer
en exclusiva toda la cultura de occidente.
Es tiempo de hechos. Millones de palabras vanas pronunciadas durante años sólo han
servido para producir más desencanto; a lo sumo para enmascarar la profunda sima que
contiene los restos putrefactos de nuestra cultura. Engañados por estos bustos parlantes
que sustentan la teoría de blanquear fachadas para que nada cambie, hemos sido muchos
los que casi caemos en la sima. Otros, menos afortunados, han caído; de sus filas nace esa
pléyade de “listos oficiales”, “críticos de sudores ajenos”, “estómagos agradecidos” y demás
personajillos que con su presencia infestan los escasos actos culturales que la ciudad ofrece.
Pero esta plaga ya tiene su castigo: el desprecio de todos los ciudadanos libres.
Ahora quiero contar otro cuento. Érase una vez una ciudad, llamada Burgos, donde re-
gresó la cultura. Un buen día, los habitantes despertaron de la maldición que sobre ellos pe-
saba; los hombres y las mujeres se lanzaron a las calles, levantaron el rastrillo de la puerta
de su ciudad, bajaron de sus torres de piedra desmoronada, limpiaron la huella de la igno-
minia del suelo de su paseo principal, y desde el llano, en profundo contacto con su tierra,
el pueblo llamó a la cultura.
Desde las montañas donde nace el río comenzó a llegar un sonido persistente…eran
voces de gentes. Envueltos en una nube de añoranzas. Siguiendo la ribera del Arlanzón, los
ecos de las personas fueron llegando a Burgos; ante el Arco de Santa María se detuvieron,
sólo un instante; después, entraron todos: sabios, juglares, poetas, magos, titiriteros, mé-
dicos… Las gentes de Burgos desembozaron sus rostros sombríos; los gestos inquisidores
de ayer tornaron en ademanes nobles. La pequeña ciudad cerrada (ahora abierta) tenía sitio
para todos.
Carlos de la Sierra
(El artículo original fue publicado en Diario16 de Burgos, El Dorado de Castilla, el sá-
bado 13 de mayo 1995. Recuperado el miércoles 19 de septiembre de 2018)