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La ciudad de la cultura Érase una vez una ciudad donde florecía la cultura. Así me dijo un anciano que re- cordaba la memoria que sus abuelos le contaron. Un día la cultura llegó hasta su ciudad y se enamoraron; durante siglos, cultura y ciudad vivieron unidos. En pocos años los hom- bres y mujeres que allí habitaban dejaron las armas y volvieron los ojos hacia la belleza, interior y exterior. Esta maravillosa ciudad está enclavada en un hermoso valle regado con la humedad de un río que nace en las montañas cercanas. Junto a la frescura verde de la vega nació (milagro de la cultura de sus gentes) un edificio prodigioso tallado en piedra engarzada; los ancianos cuentan que al influjo de su sombra nadie ni nada era insensible, y que de todo el orbe llagaban personas ansiosas de conocer la maravilla anunciada. De este modo -nutrida de todos los saberes- la ciudad fue creciendo. Con el paso del tiempo la población de este paraíso de ciencia se incrementó llegando a ser más de cien mil los habitantes estables, quienes desde su común y humilde condición aportaron lo mejor de sus conocimientos científicos, literarios y artísticos, en pro de man- tener viva y fresca la presencia de la cultura en su ciudad. El anciano que esto me narró me dijo, con lágrimas en los ojos, que, bajo el arco al- menado, embellecido por dos vigorosos frescos murales hoy desaparecidos, todos los días se agolpaban las embajadas que llegaban a la ciudad aportando su cultura. Por este arco pasaron juglares, trovadores, poetas, pintores, titiriteros, alquimistas, maestros, canteros, escultores, magos, orfebres, hechiceros, copistas, iluminadores, arquitectos, médicos, brujos, sabios, campesinos, peregrinos… La ciencia y el conocimiento llegaba con ellos. Los habitantes de la ciudad, en aquellos tiempos maestros de la hospitalidad, rivalizaban en ofrecer a cada uno de los llegados el mejor acomodo, por darles el calor que su humilde condición atesoraba sin límites. El abuelo que esto me contó recordó que cuando él era muy niño todavía pudo contemplar algunos destellos de este esplendor. Decía que, muchos días, al atar- decer, cuando el oro del ocaso bañaba los rostros felices de los habitantes, sucedía un prodigio: sobre la ciudad se aposentaba una luz refulgente, pero no cegadora, de suave tonalidad; esta prolongación natural de la luz del día permitía a los innu- merables artistas y pueblo llano alargar hasta bien entrada la madrugada sus mu- tuos deseos de enseñar y aprender. Todos sabían que aquel estado floreciente de la ciudad era debido al especial cariño que la cultura tenía hacia ella… Pero el hombre no quiere que su felicidad sea eterna. Así me habló el anciano: “La locura de la guerra inflamó el corazón del país; los campos quedaron yermos, los bosques destrozados, las ciudades arrasadas, las gentes muertas… Después, los vencedores, a esto lo llamaron civilización…”. No son palabras mías, sino del poeta.