Cuentos de los Herm anos Grimm
EDITORIAL DIG ITAL - IMPRENTA NAC IONAL
costa rica
Se colocó delante de ella y la miró, y en cuanto la hubo contemplado por un instante, dijo:
-¡Ah, mujer!, ¡qué bueno es que seas reina! Ahora no tendrás ya nada que desear.
-De ningún modo, marido mío, -le contestó muy agitada-; hace mucho tiempo que soy reina, quiero
ser mucho más. Ve a buscar al barbo y dile que ya soy reina, pero que necesito ser emperatriz.
-¡Ah, mujer! -replicó el marido-, yo sé que no puede hacerte emperatriz y no me atrevo a decirle
eso.
-¡Yo soy reina, -dijo la mujer-, y tú eres mi marido! Ve, si ha podido hacernos reyes, también podrá
hacernos emperadores. Ve, te digo.
Tuvo que marchar; pero al alejarse se hallaba turbado y se decía a sí mismo:
-No me parece bien. ¿Emperador? Es pedir demasiado y el barbo se cansará.
Pensando esto vio que el agua estaba negra y hervía a borbotones, la espuma subía a la superficie
y el viento la levantaba soplando con violencia, se estremeció, pero se acercó y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darle lo que se merece.
-¿Y qué quiere? -dijo el barbo.
-¡Ah, barbo! -le contestó-; mi mujer quiere llegar a ser emperatriz.
-Vuelve, -dijo el barbo-; lo es desde este instante.
Volvió el marido y cuando estuvo de regreso, todo el palacio era de mármol pulimentado,
enriquecido con estatuas de alabastro y adornado con oro. Delante de la puerta había muchas
legiones de soldados que tocaban trompetas, timbales y tambores; en el interior del palacio los
barones, los condes y los duques iban y venían en calidad de simples criados y le abrían las puertas,
que eran de oro macizo. En cuanto entró, vio a su mujer sentada en un trono de oro de una sola
pieza y de más de mil pies de alto, llevaba una enorme corona de oro de cinco codos, guarnecida de
brillantes y carbunclos; en una mano tenía el cetro y en la otra el globo imperial; a un lado estaban
sus guardias en dos filas, más pequeños unos que otros; además había gigantes enormes de cien
pies de alto y pequeños enanos que no eran mayores que el dedo pulgar.
Delante de ella había de pie una multitud de príncipes y duques: el marido avanzó por en medio
de ellos, y le dijo:
-Mujer, ya eres emperatriz.
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