Cuentos de los Herm anos Grimm
EDITORIAL DIG ITAL - IMPRENTA NAC IONAL
costa rica
A la mañana siguiente despertó la mujer siendo ya de día y vio desde su cama la hermosa campiña
que se ofrecía a su vista; el marido se estiró al despertarse; diole ella con el codo y le dijo:
-Marido mío, levántate y mira por la ventana; ¿ves?, ¿no podíamos llegar a ser reyes de todo este
país? Corre a buscar al barbo y seremos reyes.
-¡Ah!, mujer, -repuso el marido-, y por qué hemos de ser reyes, yo no tengo ganas de serlo.
-Pues si tú no quieres ser rey, -replicó la mujer-, yo quiero ser reina. Ve a buscar al barbo, yo quiero
ser reina.
-¡Ah!, mujer, -insistió el marido-; ¿para qué quieres ser reina? Yo no quiero decirle eso.
-¿Y por qué no? -dijo la mujer-; ve al instante; es preciso que yo sea reina.
El marido fue, pero estaba muy apesadumbrado de que su mujer quisiese ser reina. No me parece
bien, no me parece bien, pensaba para sí. No quiero ir; y fue sin embargo.
Cuando se acercó al mar, estaba de un color gris, el agua subía a borbotones desde el fondo a la
superficie y tenía un olor fétido; se adelantó y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece;
es preciso darle lo que se merece.
-¿Y qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.
-¡Ah! -contestó el marido-; quiere ser reina.
-Vuelve, que ya lo es, -replicó el barbo.
Partió el marido y cuando se acercaba al palacio, vio que se había hecho mucho mayor y tenía una
torre muy alta decorada con magníficos adornos. A la puerta había guardias de centinela y una
multitud de soldados con trompetas y timbales. Cuando entró en el edificio vio por todas partes
mármol del más puro, enriquecido con oro, tapices de terciopelo y grandes cofres de oro macizo.
Le abrieron las puertas de la sala: toda la corte se hallaba reunida y su mujer estaba sentada en un
elevado trono de oro y de diamantes; llevaba en la cabeza una gran corona de oro, tenía en la mano
un cetro de oro puro enriquecido de piedras preciosas, y a su lado estaban colocadas en una doble
fila seis jóvenes, cuyas estaturas eran tales, que cada una le llevaba la cabeza a la otra. Se adelantó
y dijo:
-¡Ah, mujer!, ¿ya eres reina?
-Sí, -le contestó-, ya soy reina.
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