Cuentos de los Herm anos Grimm
EDITORIAL DIG ITAL - IMPRENTA NAC IONAL
costa rica
-Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo ante mis ojos. La matarás, y en prueba
de haber cumplido mi orden, me traerás sus pulmones y su hígado.
Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha. Pero cuando se disponía a clavar su
cuchillo de monte en el inocente corazón de la niña, se echó ésta a llorar:
-¡Piedad, buen cazador, déjame vivir! -suplicaba-. Me quedaré en el bosque y jamás volveré al
palacio.
Y era tan hermosa, que el cazador, apiadándose de ella, le dijo:
-¡Márchate entonces, pobrecilla!
Y pensó: “No tardarán las fieras en devorarte”.
Sin embargo, le pareció como si se le quitase una piedra del corazón por no tener que matarla. Y
como acertara a pasar por allí un cachorro de jabalí, lo degolló, le sacó los pulmones y el hígado,
y se los llevó a la Reina como prueba de haber cumplido su mandato. La perversa mujer los
entregó al cocinero para que se los guisara, y se los comió convencida de que comía la carne de
Blancanieves.
La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque. Se moría de miedo, y el menor
movimiento de las hojas de los árboles le daba un sobresalto. No sabiendo qué hacer, echó a correr
por entre espinos y piedras puntiagudas, y los animales de la selva pasaban saltando por su lado
sin causarle el menor daño. Siguió corriendo mientras la llevaron los pies y hasta que se ocultó el
sol. Entonces vio una casita y entró en ella para descansar.
Todo era diminuto en la casita, pero tan primoroso y limpio, que no hay palabras para describirlo.
Había una mesita cubierta con un mantel blanquísimo, con siete minúsculos platitos y siete vasitos;
y al lado de cada platito había su cucharilla, su cuchillito y su tenedorcito. Alineadas junto a la
pared se veían siete camitas, con sábanas de inmaculada blancura.
Blancanieves, como estaba muy hambrienta, comió un poquito de legumbres y un bocadito de
pan de cada plato, y bebió una gota de vino de cada copita, pues no quería tomarlo todo de uno
solo. Luego, sintiéndose muy cansada, quiso echarse en una de las camitas; pero ninguna era de su
medida: resultaba demasiado larga o demasiado corta; hasta que, por fin, la séptima le vino bien;
se acostó en ella, se encomendó a Dios y se quedó dormida.
Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casita, que eran siete enanos que se dedicaban a
excavar minerales en el monte. Encendieron sus siete lamparillas y, al iluminarse la habitación,
vieron que alguien había entrado, pues las cosas no estaban en el orden en que ellos las habían
dejado al marcharse.
Dijo el primero:
-¿Quién se sentó en mi sillita?
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