Cuentos de los Herm anos Grimm
EDITORIAL DIG ITAL - IMPRENTA NAC IONAL
costa rica
Estuvo el Rey vagando durante todos aquellos siete años, buscando en todos los riscos y grutas,
sin encontrarla en ninguna parte y ya pensaba que habría muerto de hambre. En todo aquel tiempo
no comió ni bebió, pero Dios lo sostuvo. Por fin llegó a un gran bosque y en él descubrió la casita
con el letrerito: “Aquí todo el mundo vive de balde.” Salió la blanca doncella y cogiéndolo de la
mano, lo llevó al interior y le dijo:
-Bienvenido, Señor Rey -y le preguntó luego de dónde venía.
-Pronto hará siete años -respondió él- que ando errante en busca de mi esposa y de mi hijo; pero
no los encuentro en parte alguna.
El ángel le ofreció comida y bebida, pero él las rehusó, pidiendo sólo que lo dejasen descansar un
poco. Tendióse a dormir y se cubrió la cara con un pañuelo.
Entonces el ángel entró en el aposento en que se hallaba la Reina con su hijito, al que solía llamar
Dolorido y le dijo:
-Sal ahí fuera con el niño, que ha llegado tu esposo.
Salió ella a la habitación en que el Rey descansaba y el pañuelo se le cayó de la cara, por lo que
dijo la Reina:
-Dolorido, recoge aquel pañuelo de tu padre y vuelve a cubrirle el rostro.
Obedeció el niño y le puso el lienzo sobre la cara; pero el Rey, que lo había oído en sueños, volvió
a dejarlo caer adrede. El niño, impacientándose, exclamó:
-Madrecita, ¿cómo puedo tapar el rostro de mi padre, si no tengo padre ninguno en el mundo? En
la oración he aprendido a decir: Padre nuestro que estás en los Cielos; y tú me has dicho que mi
padre estaba en el cielo y era Dios Nuestro Señor. ¿Cómo quieres que conozca a este hombre tan
salvaje? ¡No es mi padre!
Al oír el Rey estas palabras, se incorporó y le preguntó quién era. Respondióle ella entonces:
-Soy tu esposa y éste es Dolorido, tu hijo.
Pero al ver el Rey sus manos de carne, replicó:
-Mi esposa tenía las manos de plata.
-Dios misericordioso me devolvió las mías naturales -dijo ella; y el ángel salió fuera y volvió en
seguida con las manos de plata. Entonces tuvo el Rey la certeza de que se hallaba ante su esposa y
su hijo y besándolos a los dos dijo fuera de sí de alegría:
-¡Qué terrible peso se me ha caído del corazón!
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