Cuentos de los Herm anos Grimm
EDITORIAL DIG ITAL - IMPRENTA NAC IONAL
costa rica
Los Regalos de los Gnomos
Un sastre y un herrero hicieron un viaje en compañía. Una tarde, cuando el sol acababa de ponerse
detrás de las montañas, oyeron a lo lejos los sonidos de una música, que les parecieron cada vez
más armoniosos conforme se acercaban al sitio de donde provenían.
Era una música extraordinaria, pero tan encantadora, que olvidaron su cansancio para dirigirse a
toda prisa hacia el lugar donde se escuchaba. Ya había salido la luna cuando llegaron a una colina,
en la que vieron una multitud de hombres y mujeres tan pequeños, que eran de un tamaño casi
microscópico, los cuales bailaban en corro, cogidos de la mano, con el aire más alegre del mundo
y al mismo tiempo cantaban de una manera admirable, siendo esta la música que habían oído
nuestros viajeros. En el centro del corro se hallaba un anciano un poco más alto que los demás,
vestido con un traje de diferentes colores, y con una barba blanca que le llegaba hasta el pecho.
Admirados los dos compañeros, permanecieron inmóviles contemplando el baile. El anciano les
incitó a que entrasen y los pequeños bailarines abrieron su corro. El herrero entró sin vacilar, tenía
la espalda un poco redonda y era atrevido como todos los jorobados. El sastre tuvo en un principio
su poco de miedo y se quedó detrás, pero cuando vio que continuaba reinando la mayor alegría,
recobró su valor y entró también. En seguida se cerró el círculo y los pequeños seres comenzaron a
cantar y a bailar dando saltos prodigiosos; el vejete tomó un cuchillo muy grande que pendía de su
cintura, se puso a arreglarle y en cuanto le hubo afilado bastante bien, se volvió hacia los forasteros
que se hallaban helados de espanto. Mas no fue muy larga su ansiedad; el anciano se acercó al
herrero y en un abrir y cerrar de ojos, le rapó completamente la barba y los cabellos; después hizo
lo mismo con el sastre. En cuanto hubo concluido, les dio un golpecito amigable en la espalda,
como para decirles que habían hecho bien en dejarse afeitar, sin presentar la menor resistencia y
se disipó su temor. Entonces les mostró con el dedo un montón de carbones que se hallaban allí
cerca y les hizo señal de que llenasen con ellos sus bolsillos. Ambos obedecieron sin saber para qué
les servirían aquellos carbones y continuaron su camino buscando un asilo donde pasar la noche.
Cuando llegaban al valle, el reloj de un convento próximo dio las doce; en el mismo instante cesó
el cántico, desapareció todo y no vieron más que la colina desierta iluminada por la luna.
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