Cuentos de los Herm anos Grimm
EDITORIAL DIG ITAL - IMPRENTA NAC IONAL
costa rica
-No te prestaré un puñado, -le respondió-; te daré una fanega, pero con una condición.
-¿Cuál? -preguntó el pobre.
-Que pasarás las tres primeras noches, después de mi muerte, velando sobre mi sepultura.
La proposición no agradó mucho al pobre, pero en la necesidad en que se encontraba, tuvo que
aceptarlo. Lo prometió, pues, y se llevó el trigo a su casa.
Parecía que el labrador había adivinado el porvenir, pues a los tres días murió de repente, sin que
nadie lo sintiera. En cuanto estuvo enterrado, el pobre se acordó de su promesa; hubiera querido
verse dispensado de ella, pero se dijo:
-Este hombre ha sido generoso conmigo, ha dado pan a mis hijos y además le he dado mi palabra
y debo cumplírsela.
A la caída de la tarde, fue al cementerio y se sentó encima de la sepultura.
Todo estaba tranquilo; la luna iluminaba los sepulcros y de cuando en cuando, volaba un búho
lanzando gritos fúnebres. A la salida del sol volvió a su casa sin haber corrido el menor peligro. Lo
mismo sucedió la noche siguiente.
La noche del tercer día sintió un secreto terror, como si fuera a pasar alguna cosa extraña. Al entrar
en el cementerio, distinguió a lo largo de la pared un hombre como de unos cuarenta años, de rostro
moreno y de ojos vivos y penetrantes, envuelto en una capa; bajo la cual sólo se veían unas grandes
botas de montar.
-¿Qué buscáis aquí? -le dijo el pobre-; ¿no tenéis miedo en este cementerio?
-Nada busco, -respondió el otro-, ¿y de qué he de tener miedo? Soy un pobre soldado licenciado y
voy a pasar la noche aquí porque no tengo otro asilo.
-Pues bien, -le dijo el pobre- ya que no tenéis miedo, me ayudaréis a guardar esta tumba.
-Con mucho gusto, -respondió el soldado-; mi oficio es hacer guardias. Quedémonos juntos y
participaremos del bien o del mal que se presente.
Los dos se sentaron encima de la sepultura.
Todo permaneció en silencio hasta la medianoche. Entonces sonó en el aire un silbido agudo y los
dos guardias vieron delante de ellos al diablo en persona.
-Fuera de aquí, canallas, -les gritó-; este muerto me pertenece, voy a llevármelo, y si no escapáis
pronto, os retuerzo el pescuezo.
-Señor de la pluma roja, -le contestó el soldado- vos no sois mi capitán; no tengo ninguna orden
que recibir de vos y no os tengo miedo. Continuad vuestro camino; nosotros nos quedamos aquí.
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