Por la mañana, se acercó al establo con su mujer y la vaca ya no estaba, pero en su lugar, había siete preciosas cabras. Saltaron y lloraron de felicidad y a partir de entonces, su suerte cambió.
Las cabras daban mucha leche para beber y hacer ricos quesos que luego vendían en el mercado. Con el dinero que obtenían, compraban gallinas ponedoras que daban sabrosos huevos, y semillas para plantar cereal para fabricar pan. Como tenían pan de sobra, también lo vendían y con las monedas que ganaban, se compraban ropas y artículos para la casa. Y así, el campesino y su mujer se hicieron ricos y se olvidaron de agradecer al buen gigante todo lo que había hecho por ellos
Pasó el tiempo, y un día, el campesino, pasó por delante de la puerta de Halvar. El gigante le vio y le llamó:
- ¡ Eh, amigo!… ¿ Me recuerdas? ¿ Por qué no entras a mi casa y me cuentas qué tal te ha ido la vida?..
-Me acuerdo de ti – dijo el campesino – pero tengo cosas muy importantes que hacer y no puedo ahora perder el tiempo contigo. Veo que sigues siendo un gigante pobre … Deberías invertir el dinero que te sobra y algún día, podrás ser un hombre rico e importante como yo.
Y se fue. Halvar se quedó triste y pensativo, mirando cómo desaparecía a lo lejos en su lustroso caballo. Pero enseguida sonrió pensando:
– Bueno … este hombre ahora es rico y feliz, y yo he contribuido a ello. No ha sabido agradecerlo, pero yo por eso no voy a cambiar. Siempre que pueda, seguiré ayudando a quien lo necesite.
Así que el gigante siguió feliz en su hogar, haciendo el bien a grandes y pequeños. Su casa era un lugar agradable en donde todo el mundo era bienvenido y durante años muchos niños acudieron allí a jugar.
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