Empezó a besarme. Sabía lo que quería. Me lo aseguré para mí cediendo a sus deseos. Prefería pensar que era una adolescente que cometía errores como lo haría cualquiera.
Fingía hacerme la dura, pensar que simplemente era dueña de mi propia vida y que no tenía la necesidad de depender de él. Pero en el fondo sabía que sí, que sería para él y sólo para él.
Pretendía que luchaba, que me resistía, pero una y otra vez volvía caer en sus brazos. Porfiábamos. Yo se lo perdonaba. Ese fue mi error, perdonar.
Se adueñó de mí, de mi cuerpo, de mis pensamientos, de todo mí ser. Yo quería huir, pero me daba miedo perderle. Yo, a pesar de todo, le quería. Nunca tuve el valor de rechazarle. Fingía que él me quería, que en realidad yo le importaba y que no me quería perder. En su ausencia me sentía ansiosa, pérdida.
Ahora me pregunto porque tuve que fingir, porque tuve que luchar por esa relación, si, como bien sabía todo el mundo, iba a acabar mal. Hoy me encuentro en un hospital, poco a poco me recupero de una lesión cerebral, una rotura de mandíbula y una rotura de hombro, con un collarín en el cuello y dándole gracias a Dios por estar viva, y a ese rufián que me enseñó lo que es el de verdad el amor y querer a alguien.