Al final me acostumbré a estar allá. Cada cierto tiempo llegaban más niños de mi edad que se hacían amiguitos míos, lo triste es que allá no podíamos ir a la escuela porque siempre estábamos en la selva y cuando preguntábamos por nuestros papás nos decían que nos quedáramos callados y no los buscáramos para que pudieron seguir vivos.
Pasaron muchos años, no sé cuántos, pero yo ya estaba más grande y me habían salido hasta unos pelitos en la cara que, si me los cuidaba, podían ser una barba como la de mi abuelo.