CRÍMENES POLACOS CONTRA LOS ALEMANES ÉTNICOS EN POLONIA CRÍMENES POLACOS CONTRA LOS ALEMANES ÉTNICOS | Page 134

tarde, pidió un paño húmedo para bajar un poco los dolores, le respondieron que no valía la pena porque, así como así, sería fusilado. Se posó en el internado cerca de la iglesia católica. En un pequeño patio tuvimos que saltar, esposados, del carro; ya no recuerdo cómo lo conseguimos. Se juntaron, ahí, a lo que éramos nueve, más dos labradores alemanes, Hermann Lange y Wilhelm John de Sentschin (Fuerstenwalde, cerca de Punitz), uno y otro de unos 50 años de edad. Uno de ellos fue arrojado al suelo, en Kroeben, y fuera con los saltos, en la espalda que no podía mantenerse en pie; al otro habían roto todos los dientes, con excepción de dos, em Schrimm. El espacio en que nos hallábamos, era tan apretado que no había lugar para sentarse más de la mitad. Haeusjer se echó encima de un armario para presionar. No nos dieron nada para comer, nos trajeron, sólo, un balde agua. Por las 12 horas nos condujeron, los once, al mercado donde nos entregaron al puesto de policía, instalado en el palco municipal. En un cuarto de tamaño medio, habían rodeado la tercera parte del área con una gran barra de hierro, por todas partes. Eso nos obligo a quedarnos en pie, ni nos podríamos sentar. El civil que estaba de servicio, molestaba en cada momento. Así me dijo; que en mi casa encontraron glicerina y una lata de hoja para la fabricación de bombas, y aún un cincel y un hacha para matar a los polacos. De hecho, se hallaba, en mi refugio contra ataque aéreo, conforme a las órdenes recibidas, un cincel y un hacha. Me dijo todavía que no imagináramos que una pulgada siquiera del suelo polaco sería cedida a Alemania; que en Lissa ya había un sin número de alemanes muertos. Después de condenar a nueve de los presos la muerte por su supuesta posesión de armas, y Bissing, en vista de su avanzada edad, había sido condenado a diez años de prisión, los presos se despidieron el uno del otro. Albert Bissing relata al respecto: Todos los ocho me pidieron no abandonar a sus familias y transmitirles su último adiós. A mi petición, rezamos junto al Padre Nuestro en voz alta. Cuando llegó, le declaramos que estaban cometiendo una injusticia contra nosotros, al que él respondió, sólo: "Bueno, vamos a rezar el Padre Nuestro”. Yo respondí que ya lo habíamos rezado, pero que ciertamente no haría mal rezarlo una vez más. Lo hicimos, y cuando el prepósito se equivocó, lo rezamos hasta el