MIS PR IMEROS DESASTR ES
MI DESASTRE
INOLVIDABLE
POR MARTÍN SOLARES
M
éxico lo tiene todo para ser uno de los países más
avanzados en cuanto a desastres provocados por el
hombre se refiere: tenemos una indiferencia legendaria ante
los riesgos laborales, una mano de obra que sustituye la falta
de capacitación con un entusiasmo arrollador, empresas que
prefieren untar la mano de legisladores y funcionarios antes
que asumir las medidas de seguridad más elementales. Si no
nos hemos colocado en el honroso número uno en el campo
de los desastres humanos se debe a que nuestro talento para
el caos camina junto a su hermana siamesa, la censura. Con
una pericia digna de grandes causas, los gobernantes son capaces de convencernos de que los desastres
nunca ocurrieron, incluso mientras están
sucediendo, y que sólo son rumores de
gente irresponsable que pretende calumniar al apocalipsis. En lugar de
resolver las catástrofes se apuesta
todo a provocar amnesia y que en
unos cuantos años nadie recuerde nuestros grandes hits en materia de desastres.
Ahora nadie se acuerda de la
explosión y fuga de petróleo del
pozo Ixtoc, que ocurrió en 1979 en
el Golfo de México, pero fue uno de los
derrames de petróleo más terribles en la
historia de la humanidad. Acaso el segundo:
durante más de nueve meses los técnicos de Petróleos Mexicanos fueron incapaces de impedir que se vertieran
suficientes millones de litros de hidrocarburo para destruir
todo ecosistema marino que se encontrara entre el sur de Texas
y el norte de Campeche. Me consta porque entonces yo tenía
nueve años y vivía en Tampico, Tamaulipas.
En el año del Ixtoc se acabó la costumbre de visitar la playa.
Sabíamos que algo estaba pasando porque al salir del mar cualquiera advertía que una especie de costra maleable de color
obsidiana recubría por completo las plantas de tus pies. Si un
veraneante se animaba a meter la cabeza bajo el agua tardaba
horas tratando de limpiar su cabello. Miles de personas adquirieron sospechosas pecas negras, esparcidas de la frente a los
talones. Luego, todo tipo de peces y animales muertos llegaron
por oleadas a la playa. Sólo visitantes muy desesperados se animaban a visitar nuestra playa.
Mientras crecían la incertidumbre y el nerviosismo, ningún diario local reflejaba el problema, súbitamente interesados
en difundir los beneficios nutricionales del jitomate. Cuando
el escándalo fue mayúsculo, hasta los noticieros se vieron obligados a mostrar el tamaño del desastre: durante años la playa
de Tampico se volvió intransitable. La arena se veía tan clara
como siempre, pero en cuanto te sentabas en ella te impregnabas de una sustancia pastosa y oscura que sólo se quitaba
a tallones. A todo se adapta uno, incluso a las secuelas de un
desastre: las raras veces que fuimos a la playa en esa época solíamos llevar un garrafón de petróleo o una gran
botella de vaselina líquida, a fin de que antes de
subir a los autos se nos restregara a conciencia.
Nadie escapaba del chapopote, y nos parecía
imposible creer que hubiera playas que prescindieran de las friegas con petróleo al final
de la tarde. Supongo que me convertí en un
lector porque no había otra cosa que hacer
en el puerto.
Tres o cuatro años después del Ixtoc unos
parientes de mi padre llegaron a visitarnos horas antes de lo previsto, mientras mi madre se
hallaba en el mercado, comprando lo necesario
para recibirlos con un banquete, y tuve que abrirles
yo, que estaba leyendo en la sala. Luego de arrojar sus
maletas ahí mismo me preguntaron si era cierto que las playas ya estaban limpias, tal como decían los periódicos. Yo, que
deseaba volver a sumergirme en La Ilíada, les dije que en efecto,
eso decían los periódicos: antes de que pudiera añadir palabra
saltaron dentro de sus trajes de baño. Regresaron muchas horas más tarde, como un catálogo viviente de las manchas de
chapopote. Mi prima venía llorando y tanto ella como mi tía
se habían cortado el cabello muy corto. ¿Por qué dijiste que no
había problema?, me reclamaron. Es lo que dice el periódico,
les contesté, pero nosotros no hemos ido a la playa en más de
cuatro años.
Hasta la fecha esa rama de la familia no me dirige la palabra. Eso tienen los desastres: que nunca sabemos cuándo comienzan ni cuándo, exactamente, dejarán de afectarnos.
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