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a costumbre enceguece. Ver cada día el mismo paisaje lo convierte en
algo inamovible, como si cierta noción de permanencia lo mantuviera
estático, como si la rutina diaria tuviera visos de eternidad. A pesar de esto,
sabemos que todo cambia, que momento a momento ese paisaje inmutable
se modifica y, sin percatarnos, se transforma en algo completamente distinto. Así un día, una ciudad, digamos Seúl, crece alrededor de un río, un río
pequeño, digamos el Cheonggyecheon, que divide la ciudad en norte y sur,
y que eventualmente desemboca en un río más grande, el Han. La ciudad y
el río tienen una relación larga, se construyen diques, puentes y casas en la
ribera. Existe, hasta cierto punto, un equilibrio natural; sin embargo, poco
a poco éste se rompe. La ciudad crece, utiliza el agua del río y le devuelve
sus desechos. El río se transforma en un vertedero, la ciudad crece un poco
más y requiere medidas higiénicas, así que se toma la decisión de entubar
el río. La expansión de la urbe continúa, un transporte veloz y eficiente es
necesario, por lo tanto se construye una vialidad sobre el río y luego, cuando
ésta se satura, se construye otra más encima de la anterior. La historia puede continuar así al infinito. El río es parte del pasado, una simple leyenda;
mientras tanto la mirada, con esa extraña noción de costumbre, supone que
las vialidades siempre han existido sobre el río ausente. Esta historia no es
original, más bien es una constante que ha sucedido en distintos lugares, en
distintas épocas. Un río más ha desaparecido. Ya estamos acostumbrados.
Que la costumbre paralice no quiere decir que estos cambios hayan sido
imperceptibles; de hecho, m X