Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
desaparecido la tarjeta que Raskolnikof había visto en su visita
anterior. Sin duda, los inquilinos se habían mudado.
Raskolnikof jadeaba. Estuvo un momento vacilando. «¿No será
mejor que me vaya?» Pero ni siquiera se dio respuesta a esta
pregunta. Aplicó el oído a la puerta y no oyó nada: en el
departamento de Alena Ivanovna reinaba un silencio de muerte.
Su atención se desvió entonces hacia la escalera: permaneció un
momento inmóvil, atento al menor ruido que pudiera llegar desde
abajo...
Luego miró en todas direcciones y comprobó que el hacha estaba
en su sitio. Seguidamente se preguntó: «¿No estaré demasiado
pálido..., demasiado trastornado? ¡Es tan desconfiada esa vieja!
Tal vez me convendría esperar hasta tranquilizarme un poco.»
Pero los latidos de su corazón, lejos de normalizarse, eran cada
vez más violentos... Ya no pudo contenerse: tendió lentamente la
mano hacia el cordón de la campanilla y tiró. Un momento
después insistió con violencia.
No obtuvo respuesta, pero no volvió a llamar: además de no
conducir a nada, habría sido una torpeza. No cabía duda de que la
vieja estaba en casa; pero era suspicaz y debía de estar sola.
Empezaba a conocer sus costumbres...
Aplicó de nuevo el oído a la puerta y... ¿Sería que sus sentidos se
habían agudizado en aquellos momentos (cosa muy poco
probable), o el ruido que oyó fue perfectamente perceptible? De lo
que no le cupo duda es de que percibió que una mano se apoyaba
en el pestillo, mientras el borde de un vestido rozaba la puerta.
Era evidente que alguien hacía al otro lado de la puerta lo mismo
que él estaba haciendo por la parte exterior. Para no dar la
impresión de que quería esconderse, Raskolnikof movió los pies y
refunfuñó unas palabras. Luego tiró del cordón de la campanilla
por tercera vez, sin violencia alguna, discretamente, con objeto de
no dejar traslucir la menor impaciencia. Este momento dejaría en
él un recuerdo imborrable. Y cuando, más tarde, acudía a su
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