Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
tampoco lo sé, amigo mío, y deseaba salir de dudas, he ido en
seguida a casa de esa joven... Al entrar, veo un ataúd, niños que
lloran y a Sonia Simonovna probándoles vestidos de luto. Tú no
estabas allí. Después de buscarte con los ojos, me he excusado,
he salido y he ido a contar a Avdotia Romanovna los resultados de
mis pesquisas. O sea que las suposiciones de tu madre han
resultado inexactas, y puesto que no se trata de una aventura
amorosa, la hipótesis más plausible es la de la locura. Pero ahora
te encuentro comiendo con tanta avidez como si llevaras tres días
en ayunas. Verdad es que los locos también comen, y que,
además, no me has dicho ni una palabra; pero estoy seguro de
que no estás loco. Eso es para mí tan indiscutible, que lo juraría a
ojos cerrados. Así, que el diablo se os lleve a todos. Aquí hay un
misterio, un secreto, y no estoy dispuesto a romperme la cabeza
para resolver este enigma. Sólo he venido aquí -terminó,
levantándose- para decirte lo que te he dicho y descargar mi
conciencia. Ahora ya sé lo que tengo que hacer.
-¿Qué vas a hacer?
-¡A ti qué te importa!
-Vas a beber. Lleva cuidado.
-¿Cómo lo has adivinado?
-No es nada difícil.
Rasumikhine permaneció un momento en silencio.
-Tú eres muy inteligente y nunca has estado loco -exclamó con
vehemencia-. Has dado en el clavo. Me voy a beber. Adiós.
Y dio un paso hacia la puerta.
-Hablé de ti a mi hermana, Rasumikhine. Me parece que fue
anteayer.
Rasumikhine se detuvo.
-¿De mí? ¿Dónde la viste?
Había palidecido ligeramente, y bastaba mirarle para comprender
que su corazón había empezado a latir con violencia.
-Vino a verme. Se sentó ahí y estuvo hablando conmigo.
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