Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
«¿Es necesario que revele que maté a Lisbeth?»
Lo extraño era que, al mismo tiempo que se hacía esta pregunta,
estaba convencido de que le era imposible no sólo eludir
semejante confesión, sino retrasarla un solo instante. No podía
explicarse la razón de ello, pero sentía que era así y sufría
horriblemente al darse cuenta de que no tenía fuerzas para luchar
contra esta necesidad.
Para evitar que su tormento se prolongara se apresuró a abrir la
puerta. Pero no franqueó el umbral sin antes observar a Sonia.
Estaba sentada ante su mesita, con los codos apoyados en ella y
la cara en las manos. Cuando vio a Raskolnikof, se levantó en el
acto y fue hacia él como si lo estuviese esperando.
-¿Qué habría sido de mí sin usted? -le dijo con vehemencia, al
encontrarse con él en medio de la habitación.
Al parecer, sólo pensaba en el servicio que le había prestado, y
ansiaba agradecérselo. Luego adoptó una actitud de espera.
Raskolnikof se acercó a la mesa y se sentó en la silla que ella
acababa de dejar. Sonia permaneció en pie a dos pasos de él,
exactamente como el día anterior.
-Bueno, Sonia -dijo Raskolnikof, y notó de pronto que la voz le
temblaba-; ya se habrá dado usted cuenta de que la acusación se
basaba en su situación y en los hábitos ligados a ella.
El rostro de Sonia tuvo una expresión de sufrimiento.
-Le ruego que no me hable como ayer. No, se lo suplico. Ya he
sufrido bastante.
Y se apresuró a sonreír, por temor a que este reproche hubiera
herido a Raskolnikof.
-He salido corriendo como una loca. ¿Qué ha pasado después?
He estado a punto de volver, pero luego he pensado que usted
vendría y...
Raskolnikof le explicó que Amalia Ivanovna había despedido a su
familia y que Catalina Ivanovna se había marchado en busca de
justicia no sabía adónde.
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