Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Catalina Ivanovna le había delegado sus poderes cuando tuvo
que ir al cementerio, y Amalia Feodorovna se había mostrado
digna de esta confianza. La mesa estaba sin duda bastante bien
puesta. Cierto que los platos, los vasos, los cuchillos, los
tenedores no hacían juego, porque procedían de aquí y de allá;
pero a la hora señalada todo estaba a punto, y Amalia
Feodorovna, consciente de haber desempeñado sus funciones a la
perfección, se pavoneaba con un vestido negro y un gorro
adornado con flamantes cintas de luto. Y así ataviada recibía a los
invitados con una mezcla de satisfacción y orgullo.
Este orgullo, aunque legítimo, contrarió a Catalina Ivanovna, que
pensó: « ¡Cualquiera diría que nosotros no habríamos podido
poner la mesa sin su ayuda! » El gorro adornado con cintas
nuevas le chocó también. «Esta estúpida alemana estará
diciéndose que, por caridad, ha venido en socorro nuestro, pobres
inquilinos. ¡Por caridad! ¡Habráse visto! » En casa del padre de
Catalina Ivanovna, que era coronel y casi gobernador, se reunían
a veces cuarenta personas en la mesa, y aquella Amalia
Feodorovna, mejor dicho, Ludwigovna, no habría podido figurar
entre ellas de ningún modo.
Catalina Ivanovna decidió no manifestar sus sentimientos en
seguida, pero se prometió parar los pies aquel mismo día a
aquella impertinente que sabe Dios lo que se habría creído. Por el
momento se limitó a mostrarse fría con ella.
Otra circunstancia contribuyó a irritar a Catalina Ivanovna.
Excepto el polaco, ningún inquilino había ido al cementerio. Pero
en el momento de sentarse a la mesa acudió la gente más mísera
e insignificante de la casa. Algunos incluso se presentaron
vestidos de cualquier modo. En cambio, las personas un poco
distinguidas parecían haberse puesto de acuerdo para no
presentarse, empezando por Lujine, el más respetable de todos.
El mismo día anterior, por la noche, Catalina Ivanovna había
explicado a todo el mundo, es decir, a Amalia Feodorovna, a
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