Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Porfirio se detuvo ante él, estuvo un momento mirándole y luego
se echó a reír también. Entonces Raskolnikof, cuya risa convulsiva
se había calmado, se puso en pie.
-Porfirio Petrovitch -dijo levantando la voz y articulando
claramente las palabras, a pesar del esfuerzo que tenía que hacer
para sostenerse sobre sus temblorosas piernas-, estoy seguro de
que usted sospecha que soy el asesino de la vieja y de su
hermana Lisbeth. Y quiero decirle que hace tiempo que estoy
harto de todo esto. Si usted se cree con derecho a perseguirme y
detenerme, hágalo. Pero no le permitiré que siga burlándose de
mí en mi propia cara y torturándome como lo está haciendo.
Sus labios empezaron a temblar de pronto; sus ojos, a despedir
llamaradas de cólera, y su voz, dominada por él hasta entonces,
empezó a vibrar.
-¡No lo permitiré! -exclamó, descargando violentamente su puño
sobre la mesa-. ¿Oye usted, Porfirio Petrovitch? ¡No lo permitiré!
-¡Señor! Pero ¿qué dice usted? ¿Qué le pasa? -dijo Porfirio
Petrovitch con un gesto de vivísima inquietud-. ¿Qué tiene usted,
mi querido Rodion Romanovitch?
-¡No lo permitiré! -gritó una vez más Raskolnikof.
-No levante tanto la voz. Nos pueden oír. Vendrán a ver qué
pasa, y ¿qué les diremos? ¿No comprende?
Dijo esto en un susurro, como asustado y acercando su rostro al
de Raskolnikof.
-No lo permitiré, no lo permitiré -repetía Rodia maquinalmente.
Sin embargo, había bajado también la voz. Porfirio se volvió
rápidamente y corrió a abrir la ventana.
-Hay que airear la habitación. Y debe usted beber un poco de
agua, amigo mío, pues está verdaderamente trastornado.
Ya se dirigía a la puerta para pedir el agua, cuando vio que había
una garrafa en un rincón.
-Tenga, beba un poco -dijo, corriendo hacia él con la garrafa en
la mano- Tal vez esto le...
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