Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
se los probó, se miró al espejo y dijo que eran preciosos,
preciosos. Después me los pidió. « ¡Oh Sonia! -me dijo-.
¡Regálamelos!» Me lo dijo con voz suplicante... ¿En qué vestido
los habría puesto...? Y es que le recordaban los tiempos felices de
su juventud. Se miraba en el espejo y se admiraba a sí misma.
¡Hace tanto tiempo que no tiene vestidos ni nada...! Nunca pide
nada a nadie. Tiene mucho orgullo y prefiere dar lo que tiene, por
poco que sea. Sin embargo, insistió en que le diera los cuellos y
los puños; esto demuestra lo mucho que le gustaban. Y yo se los
negué. «¿Para qué los quiere usted, Catalina Ivanovna? Sí, así se
lo dije. Ella me miró con una pena que partía el corazón... No era
quedarse sin los cuellos y los puños lo que la apenaba, sino que
yo no se los hubiera querido dar. ¡Ah, si yo pudiese reparar
aquello, borrar las palabras que dije...!
-¿De modo que conocía usted a Lisbeth, esa vendedora que iba
por las casas?
-Sí. ¿Usted también la conocía? -preguntó Sonia con cierto
asombro.
-Catalina Ivanovna está en el último grado de la tisis, y se
morirá, se morirá muy pronto -dijo Raskolnikof tras una pausa y
sin contestar a la pregunta de Sonia.
-¡Oh, no, no!
Sonia le había cogido las manos, sin darse cuenta de lo que
hacía, y parecía suplicarle que evitara aquella desgracia.
-Lo mejor es que muera -dijo Raskolnikof.
-¡No, no! ¿Cómo va a ser mejor? -exclamó Sonia, trastornada,
llena de espanto.
-¿Y los niños? ¿Qué hará usted con ellos? No se los va a traer
aquí.
-¡No sé lo que haré! ¡No sé lo que haré! -exclamó, desesperada,
oprimiéndose las sienes con las manos.
Sin duda este pensamiento la había atormentado con frecuencia,
y Raskolnikof lo había despertado con sus preguntas.
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