Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
«Sin embargo -recordó de pronto-, he encargado que recen por
el siervo Rodion. Es una medida de precaución muy atinada.»
Y se echó a reír ante semejante puerilidad. Estaba de un humor
excelente.
Le fue fácil encontrar la habitación de Rasumikhine, pues el
nuevo inquilino ya era conocido en la casa y el portero le indicó
inmediatamente dónde estaba el departamento de su amigo. Aún
no había llegado a la mitad de la escalera y ya oyó el bullicio de
una reunión numerosa y animada. La puerta del piso estaba
abierta y a oídos de Raskolnikof llegaron fuertes voces de gente
que discutía. La habitación de Rasumikhine era espaciosa. En ella
había unas quince personas. Raskolnikof se detuvo en el vestíbulo.
Dos sirvientes de la patrona estaban muy atareados junto a dos
grandes samovares rodeados de botellas, fuentes y platos llenos
de entremeses y pastelillos procedentes de casa de la dueña del
piso. Raskolnikof preguntó por Rasumikhine, que acudió al punto
con gran alegría. Se veía inmediatamente que Rasumikhine había
bebido sin tasa y, aunque de ordinario no había medio de
embriagarle, era evidente que ahora estaba algo mareado.
-Escucha -le dijo con vehemencia Raskolnikof-. He venido a
decirte que has ganado la apuesta y que, en efecto, nadie puede
predecir lo que hará. En cuanto a entrar, no me es posible: estoy
tan débil, que me parece que voy a caer de un momento a otro.
Por lo tanto, adiós. Ven a verme mañana.
-¿Sabes lo que voy a hacer? Acompañarte a tu casa. Cuando tú
dices que estás débil...
-¿Y tus invitados...? Oye, ¿quién es ese de cabello rizado que
acaba de asomar la cabeza?
-¿Ése? ¡Cualquiera sabe! Tal vez un amigo de mi tío... O alguien
que ha venido sin invitación... Dejaré a los invitados con mi tío. Es
un hombre extraordinario. Es una pena que no puedas
conocerle... Además, ¡que se vayan todos al diablo! Ahora se
burlan de mí. Necesito refrescarme. Has llegado oportunamente,
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