Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Iba lentamente, sin apresurarse, inconsciente de la fiebre que le
abrasaba, poseído de una única e infinita sensación de nueva y
potente vida que fluía por todo su ser. Aquella sensación sólo
podía compararse con la que experimenta un condenado a muerte
que recibe de pronto el indulto.
Al llegar a la mitad de la escalera fue alcanzado por el pope, que
iba a entrar en su casa. Raskolnikof se apartó para dejarlo pasar.
Cambiaron un saludo en silencio. Cuando llegaba a los últimos
escalones, Raskolnikof oyó unos pasos apresurados a sus
espaldas. Alguien trataba de darle alcance. Era Polenka. La niña
corría tras él y le gritaba:
-¡Oiga, oiga!
Raskolnikof se volvió. Polenka siguió bajando y se detuvo cuando
sólo la separaba de él un escalón. Un rayo de luz mortecina
llegaba del patio. Raskolnikof observó la escuálida pero linda
carita que le sonreía y le miraba con alegría infantil. Era evidente
que cumplía encantada la comisión que le habían encomendado.
-Escuche: ¿cómo se llama usted...? ¡Ah!, ¿y dónde vive?
-preguntó precipitadamente, con voz entrecortada.
Él apoyó sus manos en los hombros de la niña y la miró con una
expresión de felicidad. Ni él mismo sabía por qué se sentía tan
profundamente complacido al contemplar a Polenka así.
-¿Quién te ha enviado?
-Mi hermana Sonia -respondió la niña, sonriendo más
alegremente aún que antes.
-Lo sabía, estaba seguro de que te había mandado Sonia.
-Y mamá también. Cuando mi hermana me estaba dando el
recado, mamá se ha acercado y me ha dicho: «¡Corre, Polenka!
-¿Quieres mucho a Sonia?
-La quiero más que a nadie -repuso la niña con gran firmeza. Y
su sonrisa cobró cierta gravedad.
-¿Y a mí? ¿Me querrás?
StudioCreativo ¡Puro Arte!
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