Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
En uno de estos antros reinaba un estruendo ensordecedor. Se
tocaba la guitarra, se cantaba y todo el mundo parecía divertirse.
Ante la entrada había un nutrido grupo de mujeres. Unas estaban
sentadas en los escalones, otras en la acera y otras, en fin,
permanecían de pie ante la puerta, charlando. Un soldado, bebido,
con el cigarrillo en la boca, erraba en torno de ellas, lanzando
juramentos. Al parecer no se acordaba del sitio adonde quería
dirigirse. Dos individuos desarrapados cambiaban insultos. Y, en
fin, se veía un borracho tendido cuan largo era en medio de la
calle.
Raskolnikof se detuvo junto al grupo principal de mujeres. Éstas
platicaban con voces desgarradas. Vestían ropas de Indiana,
Ilevaban la cabeza descubierta y calzado de cabritilla. Unas
pasaban de los cuarenta; otras apenas habían cumplido los
diecisiete. Todas tenían los ojos hinchados.
El canto y todos los ruidos que salían del tugurio subterráneo
cautivaron a Raskolnikof. Entre las carcajadas y el alegre bullicio
se oía una fina voz de falsete que entonaba una bella melodía,
mientras alguien danzaba furiosamente al son de una guitarra,
marcando el compás con los talones. Raskolnikof, inclinado hacia
el sótano, escuchaba, con semblante triste y soñador.
Mi hombre, amor mío,
no me pegues sin razón,
cantaba la voz aguda. El oyente mostraba un deseo tan ávido de
captar hasta la última sílaba de esta canción, que se diría que
aquello era para él cuestión de vida o muerte.
«¿Y si entrase? -pensó-. Se ríen. Es la embriaguez. ¿Y si yo me
embriagase también?»
-¿No entra usted, caballero? -le preguntó una de las mujeres.
Su voz era clara y todavía fresca. Parecía joven y era la única del
grupo que no inspiraba repugnancia.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 194