Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
con sus ropas nuevas, permaneció un momento contemplando el
dinero que Rasumikhine había dejado en la mesa. Tras unos
segundos de reflexión, se lo echó al bolsillo. La cantidad ascendía
a veinticinco rublos. Cogió también lo que a su amigo le había
sobrado de los diez rublos destinados a la compra de las prendas
de vestir y, acto seguido, descorrió el cerrojo. Salió de la
habitación y empezó a bajar la escalera. Al pasar por el piso de la
patrona dirigió una mirada a la cocina, cuya puerta estaba abierta.
Nastasia daba la espalda a la escalera, ocupada en avivar el fuego
del samovar. No oyó nada. En lo que menos pensaba era en
aquella fuga.
Momentos después ya estaba en la calle. Eran alrededor de las
ocho y el sol se había puesto. La atmósfera era asfixiante, pero él
aspiró ávidamente el polvoriento aire, envenenado por las
emanaciones pestilentes de la ciudad. Sintió un ligero vértigo,
pero sus ardientes ojos y todo su rostro, descarnado y lívido,
expresaron de súbito una energía salvaje. No llevaba rumbo fijo, y
ni siquiera pensaba en ello. Sólo pensaba en una cosa: que era
preciso poner fin a todo aquello inmediatamente y de un modo
definitivo, y que si no lo conseguía no volvería a su casa, pues no
quería seguir viviendo así. Pero ¿cómo lograrlo? Del modo de
«terminar», como él decía, no tenía la menor idea. Sin embargo,
procuraba no pensar en ello; es más, rechazaba este
pensamiento, porque le torturaba. Sólo tenía un sentimiento y una
idea: que era necesario que todo cambiara, fuera como fuere y
costara lo que costase. «Sí, cueste lo que cueste», repetía con
una energía desesperada, con una firmeza indómita.
Dejándose
llevar
de
una
arraigada
costumbre,
tomó
maquinalmente el camino de sus paseos habituales y se dirigió a
la plaza del Mercado Central. A medio camino, ante la puerta de
una tienda, en la calzada, vio a un joven que ejecutaba en un
pequeño órgano una melodía sentimental. Acompañaba a una
jovencita de unos quince años, que estaba de pie junto a él, en la
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