Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
que lo que más le complacía de ella era su pobreza, pues Lo mejor
es casarse con una mujer pobre para poder dominarla y recordarle
el bien que se le ha hecho?
-Pero... -exclamó Lujine, trastornado por la cólera-. ¡Oh, qué
modo de desnaturalizar mi pensamiento! Perdóneme, pero puedo
asegurarle que las noticias que han llegado a usted sobre este
punto no tienen la menor sombra de fundamento. Ya sé dónde
está el origen del mal... Por Lo menos, Lo supongo... Se Lo diré
francamente. Me pareció que su madre, pese a sus excelentes
prendas, poseía un espíritu un tanto exaltado y propenso a las
novelerías. Sin embargo, estaba muy lejos de creer que pudiera
interpretar mis palabras con tanta inexactitud y que, al citarlas,
alterase de tal modo su sentido. Además...
-¡Óigame! -bramó el joven, levantando la cabeza de la almohada
y fijando en Lujine una mirada ardiente-. ¡Escuche!
-Usted dirá.
Lujine pronunció estas palabras en un tono de reto. A ellas siguió
un silencio que duró varios segundos.
-Pues lo que quiero que sepa es que si usted se permite decir
una palabra más contra mi madre, lo echo escaleras abajo.
-¡Pero Rodia! -exclamó Rasumikhine.
-¡Si, escaleras abajo!
Lujine había palidecido y se mordía los labios.
-Óigame, señor -comenzó a decir, haciendo un gran esfuerzo por
dominarse-: la acogida que usted me ha dispensado me ha
demostrado claramente y desde el primer momento su enemistad
hacia mí, y si he prolongado la visita ha sido solamente para
acabar de cerciorarme. Habría perdonado muchas cosas a un
enfermo, a un pariente; pero, después de lo ocurrido, ¡ni
pensarlo!
-¡Yo no estoy enfermo! -exclamó Raskolnikof.
-¡Peor que peor!
-¡Váyase al diablo!
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