Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Pero Raskolnikof, que esperaba otra cosa, se limitó a mirar a su
interlocutor con gesto pensativo y estúpido, sin contestarle y
como si aquélla fuera la primera vez que oía semejante nombre.
-¿Es posible que todavía no le hayan hablado de mí? -exclamó
Piotr Petrovitch, un tanto desconcertado.
Por toda respuesta, Raskolnikof se dejó caer poco a poco sobre la
almohada. Enlazó sus manos debajo de la nuca y fijó su mirada en
el techo. Lujine dio ciertas muestras de inquietud. Zosimof y
Rasumikhine le observaban con una curiosidad creciente que
acabó de desconcertarle.
-Yo creía..., yo suponía...-balbuceó- que una carta que se cursó
hace diez días, tal vez quince...
-Pero oiga, ¿por qué se queda en la puerta?-le interrumpió
Rasumikhine-. Si tiene usted algo que decir, entre y siéntese.
Nastasia y usted no caben en el umbral. Nastasiuchka, apártate y
deja pasar al señor. Entre; aquí tiene una silla; pase por aquí.
Echó atrás su silla de modo que entre sus rodillas y la mesa
quedó un estrecho pasillo, y, en una postura bastante incómoda,
esperó a que pasara el visitante. Lujine comprendió que no podía
rehusar y llegó, no sin dificultad, al asiento que se le ofrecía.
Cuando estuvo sentado, fijó en Rasumikhine una mirada llena de
inquietud.
-No esté usted violento -dijo éste levantando la voz-. Hace cinco
días que Rodia está enfermo. Durante tres ha estado delirando.
Hoy ha recobrado el conocimiento y ha comido con apetito. Aquí
tiene usted a su médico, que lo acaba de reconocer. Yo soy un
camarada suyo, un ex estudiante como él, y ahora hago el papel
de enfermero. Por lo tanto, no haga caso de nosotros: siga usted
conversando con él como si no estuviéramos.
-Muy agradecido, pero ¿no le parece a usted -se dirigía a
Zosimof- que mi conversación y mi presencia pueden fatigar al
enfermo?
-No, -repuso Zosimof-. Por el contrario, su charla le distraerá.
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