Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Es preciso, amigo Rodia -insistió Rasumikhine-. No pretendas
que haya gastado en balde las suelas de mis zapatos... Y tú,
Nastasiuchka, no te hagas la pudorosa y ven a ayudarme.
Y, a pesar de la resistencia de Raskolnikof, consiguió mudarle la
ropa.
El enfermo dejó caer la cabeza en la almohada y guardó silencio
durante más de dos minutos. «No quieren dejarme en paz,
pensaba.
Al fin, con la mirada fija en la pared, preguntó:
-¿Con qué dinero has comprado todo eso?
-¿Que con qué dinero? ¡Vaya una pregunta! Pues con el tuyo. Un
empleado de una casa comercial de aquí ha venido a entregártelo
hoy, por orden de Vakhruchine. Es tu madre quien te lo ha
enviado. ¿Tampoco de esto te acuerdas?
-Sí, ahora me acuerdo -repuso Raskolnikof tras un largo silencio
de sombría meditación.
Rasumikhine le observó con una expresión de inquietud.
En este momento se abrió la puerta y entró en la habitación un
hombre alto y fornido. Su modo de presentarse evidenciaba que
no era la primera vez que visitaba a Raskolnikof.
-¡Al fin tenemos aquí a Zosimof! -exclamó Rasumikhine.
IV
Zosimof era, como ya hemos dicho, alto y grueso. Tenía
veintisiete años, una cara pálida, carnosa y cuidadosamente
rasurada, y el cabello liso. Llevaba lentes y en uno de sus dedos,
hinchados de grasa, un anillo de oro. Vestía un amplio, elegante y
ligero abrigo y un pantalón de verano. Toda la ropa que llevaba
tenía un sello de elegancia y era cómoda y de superior calidad. Su
camisa era de una blancura irreprochable, y la cadena de su reloj,
gruesa y maciza. En sus maneras había cierta flemática lentitud y
una desenvoltura que parecía afectada. Ejercía una tenaz
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