CRIMEN Y CASTIGO - FIÓDOR DOSTOYEVSKI | Page 162

Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski -Es preciso, amigo Rodia -insistió Rasumikhine-. No pretendas que haya gastado en balde las suelas de mis zapatos... Y tú, Nastasiuchka, no te hagas la pudorosa y ven a ayudarme. Y, a pesar de la resistencia de Raskolnikof, consiguió mudarle la ropa. El enfermo dejó caer la cabeza en la almohada y guardó silencio durante más de dos minutos. «No quieren dejarme en paz, pensaba. Al fin, con la mirada fija en la pared, preguntó: -¿Con qué dinero has comprado todo eso? -¿Que con qué dinero? ¡Vaya una pregunta! Pues con el tuyo. Un empleado de una casa comercial de aquí ha venido a entregártelo hoy, por orden de Vakhruchine. Es tu madre quien te lo ha enviado. ¿Tampoco de esto te acuerdas? -Sí, ahora me acuerdo -repuso Raskolnikof tras un largo silencio de sombría meditación. Rasumikhine le observó con una expresión de inquietud. En este momento se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre alto y fornido. Su modo de presentarse evidenciaba que no era la primera vez que visitaba a Raskolnikof. -¡Al fin tenemos aquí a Zosimof! -exclamó Rasumikhine. IV Zosimof era, como ya hemos dicho, alto y grueso. Tenía veintisiete años, una cara pálida, carnosa y cuidadosamente rasurada, y el cabello liso. Llevaba lentes y en uno de sus dedos, hinchados de grasa, un anillo de oro. Vestía un amplio, elegante y ligero abrigo y un pantalón de verano. Toda la ropa que llevaba tenía un sello de elegancia y era cómoda y de superior calidad. Su camisa era de una blancura irreprochable, y la cadena de su reloj, gruesa y maciza. En sus maneras había cierta flemática lentitud y una desenvoltura que parecía afectada. Ejercía una tenaz StudioCreativo ¡Puro Arte! Página 161