Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
condenado a morir en la hoguera, no se habría inmutado. Es más:
apenas habría escuchado la sentencia. Algo nuevo, jamás sentido
y que no habría sabido definir, se había producido en su interior.
Comprendía, sentía con todo su ser que ya no podría conversar
sinceramente con nadie, hacer confidencia alguna, no sólo a los
empleados de la comisaría, sino ni siquiera a sus parientes más
próximos: a su madre, a su hermana... Nunca había
experimentado una sensación tan extraña ni tan cruel, y el hecho
de que él se diera cuenta de que no se trataba de un sentimiento
razonado, sino de una sensación, la más espantosa y torturante
que había tenido en su vida, aumentaba su tormento.
El secretario de la comisaría empezó a dictarle la fórmula de
declaración utilizada en tales casos. «No siéndome posible pagar
ahora, prometo saldar mi deuda en... (tal fecha). Igualmente, me
comprometo a no salir de la capital, a no vender mis bienes, a no
regalarlos...»
-¿Qué le pasa que apenas puede escribir? La pluma se le cae de
las manos -dijo el secretario, observando a Raskolnikof
atentamente-. ¿Está usted enfermo?
-Si... Me ha dado un mareo... Continúe.
-Ya está. Puede firmar.
El secretario tomó la hoja de manos de Raskolnikof y se volvió
hacia los que esperaban.
Raskolnikof entregó la pluma, pero, en vez de levantarse, apoyó
los codos en la mesa y hundió la cabeza entre las manos. Tenía la
sensación de que le estaban barrenando el cerebro. De súbito le
acometió un pensamiento incomprensible: levantarse, acercarse al
comisario y referirle con todo detalle el episodio de la vieja; luego
llevárselo a su habitación y mostrarle las joyas escondidas detrás
del papel de la pared. Tan fuerte fue este impulso que se levantó
dispuesto a llevar a cabo el propósito, pero de pronto se dijo:
«¿No será mejor que lo piense un poco, aunque sea un minuto...?
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