Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Es ese estudiante al que se reclama el pago de una deuda -se
apresuró a decir el secretario, levantando la cabeza de sus
papeles-. Aquí está -y presentó un cuaderno a Raskolnikof,
señalándole lo que debía leer.
«¿Una deuda...? ¿Qué deuda? -pensó Raskolnikof-. El caso es
que ya estoy seguro de que no se me llama por... aquello.»
Se estremeció de alegría. De súbito experimentó un alivio
inmenso, indecible, un bienestar inefable.
-Pero ¿a qué hora le han dicho que viniera? -le gritó el ayudante,
cuyo mal humor había ido en aumento-. Le han citado a las nueve
y media, y son ya más de las once.
-No me han entregado la citación hasta hace un cuarto de hora
-repuso Raskolnikof en voz no menos alta. Se había apoderado de
él una cólera repentina y se entregaba a ella con cierto placer-.
¡Bastante he hecho con venir enfermo y con fiebre!
-¡No grite, no grite!
-Yo no grito; estoy hablando como debo. Usted es el que grita.
Soy estudiante y no tengo por qué tolerar que se dirijan a mí en
ese tono.
Esta respuesta irritó de tal modo al oficial, que no pudo contestar
en seguida: sólo sonidos inarticulados salieron de sus contraídos
labios. Después saltó de su asiento.
-¡Silencio! ¡Está usted en la comisaría! Aquí no se admiten
insolencias.
-¡También usted está en la comisaría! -replicó Raskolnikof-, y, no
contento con proferir esos gritos, está fumando, lo que es una
falta de respeto hacia todos nosotros.
Al pronunciar estas palabras experimentaba un placer
indescriptible.
El secretario presenciaba la escena con una sonrisa. El fogoso
ayudante pareció dudar un momento.
-¡Eso no le incumbe a usted! -respondió al fin con afectados
gritos-. Lo que ha de hacer es prestar la declaración que se le
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