que invariablemente recibía le desconcertaba, pero no se detenía a analizarla:
siempre dejaba para más adelante la tarea de buscarle una explicación...
Ahora recordaba aquellas incertidumbres, aquellas vagas sensaciones, y este
recuerdo, a su juicio, no era puramente casual. El simple hecho de haberse
detenido en el mismo sitio que antaño, como si hubiese creído que podía tener
los mismos pensamientos e interesarse por los mismos espectáculos que
entonces, e incluso que hacía poco, le parecía absurdo, extravagante y hasta
algo cómico, a pesar de que la amargura oprimía su corazón. Tenía la
impresión de que todo este pasado, sus antiguos pensamientos e intenciones,
los fines que había perseguido, el esplendor de aquel paisaje que tan bien
conocía, se había hundido hasta desaparecer en un abismo abierto a sus
pies... Le parecía haber echado a volar y ver desde el espacio como todo
aquello se esfumaba.
Al hacer un movimiento maquinal, notó que aún tenía en su mano cerrada la
pieza de veinte kopeks. Abrió la mano, estuvo un momento mirando fijamente
la moneda y luego levantó el brazo y la arrojó al río.
Inmediatamente emprendió el regreso a su casa. Tenía la impresión de que
había cortado, tan limpiamente como con unas tijeras, todos los lazos que le
unían a la humanidad, a la vida...
Caía la noche cuando llegó a su alojamiento. Por lo tanto, había estado
vagando durante más de seis horas. Sin embargo, ni siquiera recordaba por
qué calles había pasado. Se sentía tan fatigado como un caballo después de
una carrera. Se desnudó, se tendió en el diván, se echó encima su viejo
sobretodo y se quedó dormido inmediatamente.
La oscuridad era ya completa cuando le despertó un grito espantoso. ¡Qué
grito, Señor...! Y después... Jamás había oído Raskolnikof gemidos, aullidos,
sollozos, rechinar de dientes, golpes, como los que entonces oyó. Nunca
habría podido imaginarse un furor tan bestial.
Se levantó aterrado y se sentó en el diván, trastornado por el horror y el miedo.
Pero los golpes, los lamentos, las invectivas eran cada vez más violentos. De
súbito, con profundo asombro, reconoció la voz de su patrona. La viuda
lanzaba ayes y alaridos. Las palabras salían de su boca anhelantes; debía de
suplicar que no le pegasen más, pues seguían golpeándola brutalmente. Esto
sucedía en la escalera. La voz del verdugo no era sino un ronquido furioso;
hablaba con la misma rapidez, y sus palabras, presurosas y ahogadas, eran
igualmente ininteligibles.
De pronto, Raskolnikof empezó a temblar como una hoja. Acababa de
reconocer aquella voz. Era la de Ilia Petrovitch. Ilia Petrovitch estaba allí
tundiendo a la patrona. La golpeaba con los pies, y su cabeza iba a dar contra
los escalones; esto se deducía claramente del sonido de los golpes y de los
gritos de la víctima.
Todo el mundo se conducía de un modo extraño. La gente acudía a la
escalera, atraída por el escándalo, y allí se aglomeraba. Salían vecinos de
todos los pisos. Se oían exclamaciones, ruidos de pasos que subían o bajaban,
portazos...
«¿Pero por qué le pegan de ese modo? ¿Y por qué lo consienten los que lo
ven?», se preguntó Raskolnikof, creyendo haberse vuelto loco.
Pero no, no se había vuelto loco, ya que era capaz de distinguir los diversos
ruidos...
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