¡Oiga! ¿Quién es usted? ¿Qué desea?
Ya me conoce usted, Alena Ivanovna. Soy Raskolnikof... Tenga; aquí tiene
aquello de que le hablé el otro día.
Le ofrecía el paquetito. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo, pero
inmediatamente cambió de opinión. Levantó los ojos y los fijó en el intruso. Lo
observó con mirada penetrante, con un gesto de desconfianza e indignación.
Pasó un minuto. Raskolnikof incluso creyó descubrir un chispazo de burla en
aquellos ojillos, como si la vieja lo hubiese adivinado todo.
Notó que perdía la calma, que tenía miedo, tanto, que habría huido si aquel
mudo examen se hubiese prolongado medio minuto más.
¿Por qué me mira así, como si no me conociera? exclamó Raskolnikof de
pronto, indignado también . Si le conviene este objeto, lo toma; si no, me
dirigiré a otra parte. No tengo por qué perder el tiempo.
Dijo esto sin poder contenerse, a pesar suyo, pero su actitud resuelta pareció
ahuyentar los recelos de Alena Ivanovna.
¡Es que lo has presentado de un modo!
Y, mirando el paquetito, preguntó:
¿Qué me traes?
Una pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez que estuve aquí.
Alena Ivanovna tendió la mano.
Pero, ¿qué te ocurre? Estás pálido, las manos le tiemblan. ¿Estás enfermo?
Tengo fiebre repuso Raskolnikof con voz anhelante. Y añadió, con un visible
esfuerzo : ¿Cómo no ha de estar uno pálido cuando no come?
Las fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció sincera. La
usurera le quitó el paquetito de las manos.
Pero ¿qué es esto? volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo nuevamente
a Raskolnikof una larga y penetrante mirada.
Una pitillera... de plata... Véala.
Pues no parece que esto sea de plata... ¡Sí que la has atado bien!
Se acercó a la lámpara (todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor
asfixiante) y empezó a luchar por deshacer los nudos, dando la espalda a
Raskolnikof y olvidándose de él momentáneamente.
Raskolnikof se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo, pero
la mantuvo debajo del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las dos
manos sentía una tremenda debilidad y un embotamiento creciente. Temiendo
estaba que el hacha se le cayese. De pronto, la cabeza empezó a darle
vueltas.
Pero ¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo! exclamó la vieja,
volviendo un poco la cabeza hacia Raskolnikof.
No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la
levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la
dejó caer sobre la cabeza de la vieja.
Raskolnikof creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero
notó que las recuperaba después de haber dado el hachazo.
La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos,
grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que
hacía pensar en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta mantenía
fija en la nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte
anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo
único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una
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