durante la ejecución del plan, por la sencilla razón de que este plan no era un
crimen. No expondremos la serie de reflexiones que le Ilevaron a esta
conclusión. Sólo diremos que las dificultades puramente materiales, el lado
práctico del asunto, le preocupaba muy poco.
«Bastaría se decía que conserve toda mi fuerza de voluntad y toda mi lucidez
en el momento de llevar la empresa a la práctica. Entonces es cuando habrá
que analizar incluso los detalles más ínfimos.»
Pero este momento no llegaba nunca, por la sencilla razón de que Raskolnikof
no se sentía capaz de tomar una resolución definitiva. Así, cuando sonó la hora
de obrar, todo le pareció extraordinario, imprevisto como un producto del azar.
Antes de que terminara de bajar la escalera, ya le había desconcertado un
detalle insignificante. Al llegar al rellano donde se hallaba la cocina de su
patrona, cuya puerta estaba abierta como de costumbre, dirigió una mirada
furtiva al interior y se preguntó si, aunque Nastasia estuviera ausente, no
estaría en la cocina la patrona. Y aunque no estuviera en la cocina, sino en su
habitación, ¿tendría la puerta bien cerrada? Si no era así, podría verle en el
momento en que él cogía el hacha.
Tras estas conjeturas, se quedó petrificado al ver que Nastasia estaba en la
cocina y, además, ocupada. Iba sacando ropa de un cesto y tendiéndola en
una cuerda. Al aparecer Raskolnikof, la sirvienta se volvió y le siguió con la
vista hasta que hubo desaparecido. Él pasó fingiendo no haberse dado cuenta
de nada. No cabía duda: se había quedado sin hacha. Este contratiempo le
abatió profundamente.
«¿De dónde me había sacado yo -me preguntaba mientras bajaba los últimos
escalones que era seguro que Nastasia se abría marchado a esta hora?»
Estaba anonadado; incluso experimentaba un sentimiento de humillación. Su
furor le llevaba a mofarse de sí mismo. Una cólera sorda, salvaje, hervía en él.
Al llegar a la entrada se detuvo indeciso. La idea de irse a pasear sin rumbo no
le seducía; la de volver a su habitación, todavía menos. «¡Haber perdido una
ocasión tan magnífica!», murmuró, todavía inmóvil y vacilante, ante la oscura
garita del portero, cuya puerta estaba abierta. De pronto se estremeció. En el
interior de la garita, a dos pasos de él, debajo de un banco que había a la
izquierda, brillaba un objeto... Raskolnikof miró en torno de él. Nadie. Se acercó
a la puerta andando de puntillas, bajó los dos escalones que había en el
umbral y llamó al portero con voz apagada.
«No está. Pero no debe de andar muy lejos, puesto que ha dejado la puerta
abierta.»
Se arrojó sobre el hacha (pues era un hacha el brillante objeto), la sacó de
debajo del banco, donde estaba entre dos leños, la colgó inmediatamente en el
nudo corredizo, introdujo las manos en los bolsillos del gabán y salió de la
garita. Nadie le había visto.
«No es mi inteligencia la que me ayuda, sino el diablo», se dijo con una sonrisa
extraña.
Esta feliz casualidad le enardeció extraordinariamente. Ya en la calle, echó a
andar tranquilamente, sin apresurarse, con objeto de no despertar sospechas.
Apenas miraba a los transeúntes y, desde luego, no fijaba su vista en ninguno;
su deseo era pasar lo más inadvertido posible.
De súbito se acordó de que su sombrero atraía las miradas de la gente.
«¡Qué estúpido he sido! Anteayer tenía dinero: habría podido comprarme una
gorra.»
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