bastaría entrar silenciosamente en la cocina y coger el hacha; y después, una
hora más tarde, cuando todo hubiera terminado, volver a dejarla en su sitio.
Pero esto último tal vez no fuera tan fácil. Podía ocurrir que cuando él volviera
y fuese a dejar el hacha en su sitio, Nastasia estuviera ya en la casa.
Naturalmente, en este caso, él tendría que subir a su aposento y esperar una
nueva ocasión. Pero ¿y si ella, entre tanto, advertía la desaparición del hacha y
la buscaba primero y después empezaba a dar gritos? He aquí cómo nacen las
sospechas o, cuando menos, cómo pueden nacer.
Sin embargo, esto no eran sino pequeños detalles en los que no quería pensar.
Por otra parte, no tenía tiempo. Sólo pensaba en la esencia del asunto: los
puntos secundarios los dejaba para el momento en que se dispusiera a obrar.
Pero esto último le parecía completamente imposible. No concebía que pudiera
dar por terminadas sus reflexiones, levantarse y dirigirse a aquella casa.
Incluso en su reciente «ensayo» (es decir, la visita que había hecho a la vieja
para efectuar un reconocimiento definitivo en el lugar de la acción) distó mucho
de creer que obraba en serio. Se había dicho: «Vamos a ver. Hagamos un
ensayo, en vez de limitarnos a dejar correr la imaginación.» Pero no había
podido desempeñar su papel hasta el último momento: habíase indignado
contra sí mismo. No obstante, parecía que desde el punto de vista moral se
podía dar por resuelto el asunto. Su casuística, cortante como una navaja de
afeitar, había segado todas las objeciones. Pero cuando ya no pudo
encontrarlas dentro de él, en su espíritu, empezó a buscarlas fuera, con la
obstinación propia de su esclavitud mental, deseoso de hallar un garfio que lo
retuviera.
Los imprevistos y decisivos acontecimientos del día anterior lo gobernaban de
un modo poco menos que automático. Era como si alguien le llevara de la
mano y le arrastrara con una fuerza irresistible, ciega, sobrehumana; como si
un pico de sus ropas hubiera quedado prendido en un engranaje y él sintiera
que su propio cuerpo iba a ser atrapado por las ruedas dentadas.
Al principio de esto hacía ya bastante tiempo , lo que más le preocupaba era el
motivo de que todos los crímenes se descubrieran fácilmente, de que la pista
del culpable se hallara sin ninguna dificultad. Raskolnikof llegó a diversas y
curiosas conclusiones. Según él, la razón de todo ello estaba en la
personalidad del criminal más que en la imposibilidad material de ocultar el
crimen.
En el momento de cometer el crimen, el culpable estaba afectado de una
pérdida de voluntad y raciocinio, a los que sustituía una especie de
inconsciencia infantil, verdaderamente monstruosa, precisamente en el
momento en que la prudenci a y la cordura le eran más necesarias. Atribuía
este eclipse del juicio y esta pérdida de la voluntad a una enfermedad que se
desarrollaba lentamente, alcanzaba su máxima intensidad poco antes de la
perpetración del crimen, se mantenía en un estado estacionario durante su
ejecución y hasta algún tiempo después (el plazo dependía del individuo), y
terminaba al fin, como terminan todas las enfermedades.
Raskolnikof se preguntaba si era esta enfermedad la que motivaba el crimen, o
si el crimen, por su misma naturaleza, llevaba consigo fenómenos que se
confundían con los síntomas patológicos. Pero era incapaz de resolver este
problema.
Después de razonar de este modo, se dijo que él estaba a salvo de semejantes
trastornos morbosos y que conservaría toda su inteligencia y toda su voluntad
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