CRIMEN Y CASTIGO crimen y castigo | Page 39

panorama del pueblo se ofrece enteramente a la vista. Ni un solo árbol, ni siquiera un sauce blanco en los contornos. Únicamente a lo lejos, en el horizonte, en los confines del cielo, por decirlo así, se ve la mancha oscura de un bosque. A unos cuantos pasos del último jardín de la población hay una taberna, una gran taberna que impresionaba desagradablemente al niño, e incluso lo atemorizaba, cuando pasaba ante ella con su padre. Estaba siempre llena de clientes que vociferaban, reían, se insultaban, cantaban horriblemente, con voces desgarradas, y llegaban muchas veces a las manos. En las cercanías de la taberna vagaban siempre hombres borrachos de caras espantosas. Cuando el niño los veía, se apretaba convulsivamente contra su padre y temblaba de pies a cabeza. No lejos de allí pasaba un estrecho camino eternamente polvoriento. ¡Qué negro era aquel polvo! El camino era tortuoso y, a unos trescientos pasos de la taberna, se desviaba hacia la derecha y contorneaba el cementerio. En medio del cementerio se alzaba una iglesia de piedra, de cúpula verde. El niño la visitaba dos veces al año en compañía de su padre y de su madre para oír la misa que se celebraba por el descanso de su abuela, muerta hacía ya mucho tiempo y a la que no había conocido. La familia llevaba siempre, en un plato envuelto con una servilleta, el pastel de los muertos, sobre el que había una cruz formada con pasas. Raskolnikof adoraba esta iglesia, sus viejas imágenes desprovistas de adornos, y también a su viejo sacerdote de cabeza temblorosa. Cerca de la lápida de su abuela había una pequeña tumba, la de su hermano menor, muerto a los seis meses y del que no podía acordarse porque no lo había conocido. Si sabía que había tenido un hermano era porque se lo habían dicho. Y cada vez que iba al cementerio, se santiguaba piadosamente ante la pequeña tumba, se inclinaba con respeto y la besaba. Y ahora he aquí el sueño. Va con su padre por el camino que conduce al cementerio. Pasan por delante de la taberna. Sin soltar la mano de su padre, dirige una mirada de horror al establecimiento. Ve una multitud de burguesas endomingadas, campesinas con sus maridos, y toda clase de gente del pueblo. Todos están ebrios; todos cantan. Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el transporte de barriles de vino y toda clase de mercancías. Raskolnikof se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de largas crines y recias patas, que, con paso mesurado y natural y sin fatiga alguna arrastraban verdaderas montañas de carga. Incluso se diría que andaban más fácilmente enganchados a estos enormes vehículos que libres. Pero ahora cosa extraña la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo de una delgadez lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha visto muchas veces arrastrando grandes carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando a pegarles incluso en la boca y en los ojos cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a retirarlo. De pronto se oye gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre cantos y gritos, un grupo de corpulentos mujiks embriagados, luciendo camisas   38