panorama del pueblo se ofrece enteramente a la vista. Ni un solo árbol, ni
siquiera un sauce blanco en los contornos. Únicamente a lo lejos, en el
horizonte, en los confines del cielo, por decirlo así, se ve la mancha oscura de
un bosque.
A unos cuantos pasos del último jardín de la población hay una taberna, una
gran taberna que impresionaba desagradablemente al niño, e incluso lo
atemorizaba, cuando pasaba ante ella con su padre. Estaba siempre llena de
clientes que vociferaban, reían, se insultaban, cantaban horriblemente, con
voces desgarradas, y llegaban muchas veces a las manos. En las cercanías de
la taberna vagaban siempre hombres borrachos de caras espantosas. Cuando
el niño los veía, se apretaba convulsivamente contra su padre y temblaba de
pies a cabeza. No lejos de allí pasaba un estrecho camino eternamente
polvoriento. ¡Qué negro era aquel polvo! El camino era tortuoso y, a unos
trescientos pasos de la taberna, se desviaba hacia la derecha y contorneaba el
cementerio.
En medio del cementerio se alzaba una iglesia de piedra, de cúpula verde. El
niño la visitaba dos veces al año en compañía de su padre y de su madre para
oír la misa que se celebraba por el descanso de su abuela, muerta hacía ya
mucho tiempo y a la que no había conocido. La familia llevaba siempre, en un
plato envuelto con una servilleta, el pastel de los muertos, sobre el que había
una cruz formada con pasas. Raskolnikof adoraba esta iglesia, sus viejas
imágenes desprovistas de adornos, y también a su viejo sacerdote de cabeza
temblorosa. Cerca de la lápida de su abuela había una pequeña tumba, la de
su hermano menor, muerto a los seis meses y del que no podía acordarse
porque no lo había conocido. Si sabía que había tenido un hermano era porque
se lo habían dicho. Y cada vez que iba al cementerio, se santiguaba
piadosamente ante la pequeña tumba, se inclinaba con respeto y la besaba.
Y ahora he aquí el sueño.
Va con su padre por el camino que conduce al cementerio. Pasan por delante
de la taberna. Sin soltar la mano de su padre, dirige una mirada de horror al
establecimiento. Ve una multitud de burguesas endomingadas, campesinas
con sus maridos, y toda clase de gente del pueblo. Todos están ebrios; todos
cantan. Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de
las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el transporte de
barriles de vino y toda clase de mercancías. Raskolnikof se deleitaba
contemplando estas hermosas bestias de largas crines y recias patas, que, con
paso mesurado y natural y sin fatiga alguna arrastraban verdaderas montañas
de carga. Incluso se diría que andaban más fácilmente enganchados a estos
enormes vehículos que libres.
Pero ahora cosa extraña la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo
de una delgadez lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha visto
muchas veces arrastrando grandes carretadas de madera o de heno y que los
mujiks desloman a golpes, llegando a pegarles incluso en la boca y en los ojos
cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un
atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo
presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a
retirarlo.
De pronto se oye gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre
cantos y gritos, un grupo de corpulentos mujiks embriagados, luciendo camisas
38