Un febril temblor nervioso se había apoderado de él. Se estremecía. Tenía frío
a pesar de que el calor era insoportable. Cediendo a una especie de necesidad
interior y casi inconsciente, hizo un gran esfuerzo para fijar su atención en las
diversas cosas que veía, con objeto de librarse de sus pensamientos; pero el
empeño fue vano: a cada momento volvía a caer en su delirio. Estaba absorto
unos instantes, se estremecía, levantaba la cabeza, paseaba la mirada a su
alrededor y ya no se acordaba de lo que estaba pensando hacía unos
segundos. Ni siquiera reconocía las calles que iba recorriendo. Así atravesó
toda la isla Vasilievski, llegó ante el Pequeño Neva, pasó el puente y
desembocó en las islas menores.
En el primer momento, el verdor y la frescura del paisaje alegraron sus
cansados ojos, habituados al polvo de las calles, a la blancura de la cal, a los
enormes y aplastantes edificios. Aquí la atmósfera no era irrespirable ni
pestilente. No se veía ni una sola taberna... Pero pronto estas nuevas
sensaciones perdieron su encanto para él, que otra vez cayó en un malestar
enfermizo.
A veces se detenía ante alguno de aquellos chalés graciosamente incrustados
en la verde vegetación. Miraba por la verja y veía a lo lejos, en balcones y
terrazas, mujeres elegantemente compuestas y niños que correteaban por el
jardín. Lo que más le interesaba, lo que atraía especialmente sus miradas, eran
las flores. De vez en cuando veía pasar elegantes jinetes, amazonas,
magníficos carruajes. Los seguía atentamente con la mirada y los olvidaba
antes de que hubieran desaparecido.
De pronto se detuvo y contó su dinero. Le quedaban treinta kopeks... «Veinte al
agente de policía, tres a Nastasia por la carta. Por lo tanto, ayer dejé en casa
de los Marmeladof de cuarenta y siete a cincuenta...» Sin duda había hecho
estos cálculos por algún motivo, pero lo olvidó apenas sacó el dinero del
bolsillo y no volvió a recordarlo hasta que, al pasar poco después ante una
tienda de comestibles, un tabernucho más bien, notó que estaba hambriento.
Entró en el figón, se bebió una copa de vodka y dio algunos bocados a un
pastel que se llevó para darle fin mientras continuaba su paseo. Hacía mucho
tiempo que no había probado el vodka, y la copita que se acababa de tomar le
produjo un efecto fulminante. Las piernas le pesaban y el sueño le rendía. Se
propuso volver a casa, pero, al llegar a la isla Petrovski, hubo de detenerse:
estaba completamente agotado.
Salió, pues, del camino, se internó en los sotos, se dejó caer en la hierba y se
quedó dormido en el acto.
Los sueños de un hombre enfermo suelen tener una nitidez extraordinaria y se
asemejan a la realidad hasta confundirse con ella. Los sucesos que se
desarrollan son a veces monstruosos, pero el escenario y toda la trama son tan
verosímiles y están llenos de detalles tan imprevistos, tan ingeniosos, tan
logrados, que el durmiente no podría imaginar nada semejante estando
despierto, aunque fuera un artista de la talla de Pushkin o Turgueniev. Estos
sueños no se olvidan con facilidad, sino que dejan una impresión profunda en
el desbaratado organismo y el excitado sistema nervioso del enfermo.
Raskolnikof tuvo un sueño horrible. Volvió a verse en el pueblo donde vivió con
su familia cuando era niño. Tiene siete años y pasea con su padre por los
alrededores de la pequeña población, ya en pleno campo. Está nublado, el
calor es bochornoso, el paisaje es exactamente igual al que él conserva en la
memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya había olvidado. El
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