echaba al correo. Cuando los deudos de los reclusos iban a la ciudad para
verlos, ellos les indicaban que enviaran a Sonia los paquetes e incluso el
dinero que quisieran remitirles. Las esposas y las amantes de los presidiarios la
conocían y la visitaban. Cuando Sonia iba a ver a Raskolnikof a los lugares
donde trabajaba con sus compañeros, o cuando se encontraba con un grupo
de penados que iba camino del lugar de trabajo, todos se quitaban el gorro y la
saludaban.
Querida Sonia Simonovna, tú eres nuestra tierna y protectora madrecita
decían aquellos presidiarios, aquellos hombres groseros y duros a la frágil
mujercita.
Ella contestaba sonriendo y a ellos les encantaba esta sonrisa.
Adoraban incluso su manera de andar. Cuando se marchaba, se volvían para
seguirla con la vista y se deshacían en alabanzas. Alababan hasta la pequeñez
de su figura. Ya no sabían qué elogios dirigirle. Incluso la consultaban cuando
estaban enfermos.
Raskolnikof pasó en el hospital el final de la cuaresma y la primera semana de
pascua. Al recobrar la salud se acordó de las visiones que había tenido durante
el delirio de la fiebre. Creyó ver el mundo entero asolado por una epidemia
espantosa y sin precedentes, que se había declarado en el fondo de Asia y se
había abatido sobre Europa. Todos habían de perecer, excepto algunos
elegidos. Triquinas microscópicas de una especie desconocida se introducían
en el organismo humano. Pero estos corpúsculos eran espíritus dotados de
inteligencia y de voluntad. Las personas afectadas perdían la razón al punto.
Sin embargo cosa extraña , jamás los hombres se habían creído tan
inteligentes, tan seguros de estar en posesión de la verdad; nunca habían
demostrado tal confianza en la infalibilidad de sus juicios, de sus teorías
científicas, de sus principios morales. Aldeas, ciudades, naciones enteras se
contaminaban y perdían el juicio. De todos se apoderaba una mortal desazón y
todos se sentían incapaces de comprenderse unos a otros. Cada uno creía ser
el único poseedor de la verdad y miraban con piadoso desdén a sus
semejantes. Todos, al contemplar a sus semejantes, se golpeaban el pecho, se
retorcían las manos, lloraban... No se ponían de acuerdo sobre las sanciones
que había que imponer, sobre el bien y el mal, sobre a quién había que
condenar y a quién absolver. Se reunían y formaban enormes ejércitos para
lanzarse unos contra otros, pero, apenas llegaban al campo de batalla, las
tropas se dividían, se rompían las formaciones y los hombres se estrangulaban
y devoraban unos a otros.
En las ciudades, las trompetas resonaban durante todo el día. Todos los
hombres eran llamados a las armas, pero ¿por quién y para qué? Nadie podía
decirlo y el pánico se extendía por todas partes. Se abandonaban los oficios
más sencillos, pues cada trabajador proponía sus ideas, sus reformas, y no era
posible entenderse. Nadie trabajaba la tierra. Aquí y allá, los hombres
formaban grupos y se comprometían a no disolverse, pero poco después
olvidaban su compromiso y empezaban a acusarse entre sí, a contender, a
matarse. Los incendios y el hambre se extendían por toda la tierra. Los
hombres y las cosas desaparecían. La epidemia seguía extendiéndose,
devastando. En todo el mundo sólo tenían que salvarse algunos elegidos, unos
cuantos hombres puros, destinados a formar una nueva raza humana, a
renovar y purificar la vida humana. Pero nadie había visto a estos hombres,
nadie había oído sus palabras, ni siquiera el sonido de su voz.
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