aquellos reclusos, los vagabundos, por ejemplo! ¿Era posible que un rayo de
sol, un bosque umbroso, un fresco riachuelo que corre por el fondo de un valle
solitario y desconocido, tuviesen tanto valor para ellos; que soñaran todavía,
como se sueña en una amante, en una fuente cristalina vista tal vez tres años
atrás? La veían en sus sueños, con su cerco de verde hierba y con el pájaro
que cantaba en una rama próxima. Cuanto más observaba a aquellos
hombres, más cosas inexplicables descubría.
Sí, muchos detalles de la vida del presidio, del ambiente que le rodeaba,
eludían su comprensión, o acaso él no quería verlos. Vivía como con la mirada
en el suelo, porque le era insoportable lo que podía percibir a su alrededor.
Pero, andando el tiempo, le sorprendieron ciertos hechos cuya existencia
jamás había sospechado, y acabó por observarlos atentamente. Lo que más le
llamó la atención fue el abismo espantoso, infranqueable, que se abría entre él
y aquellos hombres. Era como si él perteneciese a una raza y ellos a otra.
Unos y otros se miraban con hostil desconfianza. Él conocía y comprendía las
causas generales de este fenómeno, pero jamás había podido imaginarse que
tuviesen tanta fuerza y profundidad. En el penal había políticos polacos
condenados al exilio en Siberia. Éstos consideraban a los criminales comunes
como unos ignorantes, unos brutos, y los despreciaban. Raskolnikof no
compartía este punto de vista. Veía claramente que, en muchos aspectos,
aquellos brutos eran más inteligentes que los polacos. También había rusos
(un oficial y varios seminaristas) que miraban con desdén a la plebe del penal,
y Raskolnikof los consideraba igualmente equivocados.
A él nadie le quería: todos se apartaban de su lado. Acabaron por odiarle. ¿Por
qué? lo ignoraba. Le despreciaban y se burlaban de él. Igualmente se mofaban
de su crimen condenados que habían cometido otros crímenes más graves.
Tú eres un señorito le decían . Eso de asesinar a hachazos no se ha hecho
para ti.
No son cosas para la gente bien.
La segunda semana de cuaresma le correspondió celebrar la pascua con los
presos de su departamento. Fue a la iglesia y asistió al oficio con sus
compañeros. Un día, sin que se supiera por qué, se produjo un altercado entre
él y los demás presos. Todos se arrojaron sobre él furiosamente.
Tú eres un ateo; tú no crees en Dios le gritaban . Mereces que te maten.
Él no les había hablado de Dios ni de religión jamás. Sin embargo, querían
matarlo por infiel. Rodia no contestó. Uno de los reclusos, ciego de cólera, se
fue hacia él, dispuesto a atacarlo. Raskolnikof le esperó en silencio, con una
calma absoluta, sin parpadear, sin que ni un solo músculo de su cara se
moviera. Un guardián se interpuso a