Si rechazaba todo aquello que podía suavizar su vida, hacerla un poco menos
ingrata, no era por principio, sino simplemente por apatía, por indiferencia hacia
su suerte. Sonia contaba que, al principio, sus visitas, lejos de complacer a
Raskolnikof, lo irritaban. Sólo abría la boca para hacerle reproches. Pero
después se acostumbró a aquellas entrevistas, y llegaron a serle tan
indispensables, que cayó en una profunda tristeza en cierta ocasión en que
Sonia se puso enferma y estuvo algún tiempo sin ir a visitarle.
Los días de fiesta lo veía en la puerta de la prisión o en el cuerpo de guardia,
adonde dejaban ir al preso para unos minutos cuando ella lo solicitaba. Los
días laborables iba a verlo en los talleres donde trabajaba o en los cobertizos
de la orilla del Irtych.
En sus cartas, Sonia hablaba también de sí misma. Decía que había logrado
crearse relaciones y obtener cierta protección en su nueva vida. Se dedicaba a
trabajos de aguja, y como en la ciudad escaseaban las costureras, había
conseguido bastantes clientes. Lo que no decía era que había logrado que las
autoridades se interesaran por la suerte de Raskolnikof y lo excluyeran de los
trabajos más duros.
Al fin, Rasumikhine y Dunia supieron (esta carta, como todas las últimas de
Sonia, pareció a Dunia colmada de un terror angustioso) que Raskolnikof huía
de todo el mundo, que sus compañeros de prisión no le querían, que estaba
pálido como un muerto y que pasaba días enteros sin pronunciar una sola
palabra.
En una nueva carta, Sonia manifestó que Rodia estaba enfermo de gravedad y
se le había trasladado al hospital del presidio.
II
Hacía tiempo que llevaba la enfermedad en incubación, pero no era la horrible
vida del presidio, ni los trabajos forzados, ni la alimentación, ni la vergüenza de
llevar la cabeza rapada e ir vestido de harapos lo que había quebrantado su
naturaleza. ¡Qué le importaban todas estas miserias, todas estas torturas! Por
el contrario, se sentía satisfecho de trabajar: la fatiga física le proporcionaba, al
menos, varias horas de sueño tranquilo. ¿Y qué podía importarle la comida,
aquella sopa de coles donde nadaban las cucarachas? Cosas peores había
conocido en sus tiempos de estudiante. Llevaba ropas de abrigo adaptadas a
su género de vida. En cuanto a los grilletes, ni siquiera notaba su peso.
Quedaba la humillación de llevar la cabeza rapada y el uniforme de presidiario.
Pero ¿ante quién podía sonrojarse? ¿Ante Sonia? Sonia le temía. Además,
¿qué vergüenza podía sentir ante ella? Sin embargo, enrojecía al verla y, para
vengarse, la trataba grosera y despectivamente.
Pero su vergüenza no la provocaban los grilletes ni la cabeza rapada. Le
habían herido cruelmente en su orgullo, y era el dolor de esta herida lo que le
atormentaba. ¡Qué feliz habría sido si hubiese podido hacerse a sf mismo
alguna acusación! ¡Qué fácil le habría sido entonces soportar incluso el
deshonor y la vergüenza! Pero, por más que quería mostrarse severo consigo
mismo, su endurecida conciencia no hallaba ninguna falta grave en su pasado.
Lo único que se reprochaba era haber fracasado, cosa que podía ocurrir a todo
el mundo. Se sentía humillado al decirse que él, Raskolnikof, estaba perdido
para siempre por una ciega disposición del destino y que tenía que resignarse,
que someterse al absurdo de este juicio sin apelación si quería recobrar un
poco de calma. Una inquietud sin finalidad en el presente y un sacrificio
367