época que atravesamos. Pero le digo esto porque... Usted no es nihilista,
¿verdad? Respóndame francamente.
No lo soy.
Sea franco, tan franco como lo sería con usted mismo. La obligación es una
cosa, y otra la... Creía usted que iba a decir la «amistad», ¿verdad? Pues se ha
equivocado: no iba a decir la amistad, sino el sentimiento de hombre y de
ciudadano, un sentimiento de humanidad y de amor al Altísimo. Yo soy un
personaje oficial, un funcionario, pero no por eso debo ser menos ciudadano y
menos hombre... Hablábamos de Zamiotof, ¿verdad? Pues bien, Zamiotof es
un muchacho que quiere imitar a los franceses de vida disipada. Después de
beberse un vaso de champán o de vino del Don en un establecimiento de mala
fama, empieza a alborotar. Así es su amigo Zamiotof. Estuve tal vez un poco
fuerte con él, pero es que me dejé llevar de mi celo por los intereses del
servicio. Por otra parte, yo desempeño cierto papel en la sociedad, tengo una
categoría, una posición. Además, estoy casado, soy padre de familia y cumplo
mis deberes de hombre y de ciudadano. En cambio, él ¿qué es? Permítame
que se lo pregunte. Me dirijo a usted como a un hombre ennoblecido por la
educación. ¿Y qué me dice de las comadronas?. También se han multiplicado
de un modo exorbitante...
Raskolnikof arqueó las cejas y miró al oficial con una expresión de
desconcierto. La mayoría de las palabras de aquel hombre, que evidentemente
acababa de levantarse de la mesa, carecían para él de sentido. Sin embargo,
comprendió parte de ellas y observaba a su interlocutor con una interrogación
muda en los ojos, preguntándose adónde le quería llevar.
Me refiero a esas muchachas de cabellos cortos continuó el inagotable Ilia
Petrovitch . Las llamo a todas comadronas y considero que el nombre les
cuadra admirablemente. ¡Je, je! Se introducen en la escuela de Medicina y
estudian anatomía. Pero le aseguro que si caigo enfermo, no me dejaré curar
por ninguna de ellas. ¡Je, je!
Ilia Petrovitch se reía, encantado de su ingenio.
Admito que todo eso es solamente sed de instrucción; pero ¿por qué
entregarse a ciertos excesos? ¿Por qué insultar a las personas de elevada
posición, como hace ese tunante de Zamiotof? ¿Por qué me ha ofendido a mí,
pregunto yo...? Otra epidemia que hace espantosos estragos es la del suicidio.
Se comen hasta el último céntimo que tienen y después se matan. Muchachas,
hombres jóvenes, viejos, se quitan la vida. Por cierto que acabamos de
enterarnos de que un señor que llegó hace poco de provincias se ha suicidado.
Nil Pavlovitch, ¡eh, Nil Pavlovitch! ¿Cómo se llama ese caballero que se ha
levantado la tapa de los sesos esta mañana?
Svidrigailof respondió una voz ronca e indiferente desde la habitación vecina.
Raskolnikof se estremeció.
¿Svidrigailof? ¿Se ha matado Svidrigailof? exclamó.
¿Cómo? ¿Le conocía usted?
Sí... Había llegado hacía poco.
En efecto. Había perdido a su mujer. Era un hombre dado a la crápula. Y de
pronto se suicida. ¡Y de qué modo! No se lo puede usted imaginar... Ha dejado
unas palabras escritas en un bloc de notas, declarando que moría por su
propia voluntad y que no se debía culpar a nadie de su muerte. Dicen que tenía
dinero. ¿Cómo es que lo conoce usted?
¿Yo? Pues... Mi hermana fue institutriz en su casa.
360