Es un peregrino que parte para Tierra Santa, hermanos dijo otro, que había
bebido más de la cuenta , y que se despide de sus amados hijos y de su patria.
Saluda a todos y besa el suelo patrio en su capital, San Petersburgo.
Es todavía joven observó un tercero.
Es un noble dijo una voz grave.
Hoy en día es imposible distinguir a los nobles de los que no lo son.
Estos comentarios detuvieron en los labios de Raskolnikof las palabras «Soy
un asesino» que se disponía a pronunciar. Sin embargo, soportó con gran
calma las burlas de la multitud, se levantó y, sin volverse, echó a andar hacia la
comisaría.
Pronto apareció alguien en su camino. No se asombró, porque lo esperaba. En
el momento en que se había arrodillado por segunda vez en la plaza del
Mercado había visto a Sonia a su izquierda, a unos cincuenta pasos. Trataba
de pasar inadvertida para él, ocultándose tras una de las barracas de madera
que había en la plaza. Comprendió que quería acompañarle mientras subía su
Calvario.
En este momento se hizo la luz en la mente de Raskolnikof. Comprendió que
Sonia le pertenecía para siempre y que le seguiría a todas partes, aunque su
destino le condujera al fin del mundo. Este convencimiento le trastornó, pero en
seguida advirtió que había llegado al término fatal de su camino.
Entró en el patio con paso firme. Las oficinas de la comisaría estaban en el
tercer piso.
«El tiempo que tarde en subir me pertenece», se dijo.
El minuto fatídico le parecía lejano. Aún tendría tiempo de pensarlo bien.
Encontró la escalera como la vez anterior: cubierta de basuras y llena de los
olores infectos que salían de las cocinas cuyas puertas se abrían sobre los
rellanos. Raskolnikof no había vuelto a la comisaría desde su primera visita.
Sus piernas se negaban a obedecerle y le impedían avanzar. Se detuvo un
momento para tomar aliento, recobrarse y entrar como un hombre.
«Pero ¿por qué he de preocuparme del modo de entrar? se preguntó de
pronto . De todas formas, he de apurar la copa. ¿Qué importa, pues, el modo
de bebérmela? Cuanto más amargue el contenido, más mérito tendrá mi
sacrificio.»
Pensó de pronto en Ilia Petrovitch, el «teniente Pólvora».
«Pero ¿es que sólo con él puedo hablar? ¿Acaso no podría dirigirme a otro, a
Nikodim Fomitch, por ejemplo? ¿Y si volviera atrás y fuese a visitar al comisario
de policía en su domicilio? Entonces la escena se desarrollaría de un modo
menos oficial y menos... No, no; me enfrentaré con el "teniente Pólvora".
Puesto que hay que beberse la copa, me la beberé de una vez.»
Y presa de un frío de muerte, con movimientos casi inconscientes, Raskolnikof
abrió la puerta de la comisaría.
Esta vez sólo vio en la antecámara un ordenanza y un hombre del pueblo. Ni
siquiera apareció el gendarme de guardia. Raskolnikof pasó a la pieza
inmediata.
«A lo mejor, no puedo decir nada todavía», pensó.
Un empleado que vestía de paisano y no el uniforme reglamentario escribía
inclinado sobre su mesa. Zamiotof no estaba. El comisario, tampoco.
¿No hay nadie? preguntó al escribiente.
¿A quién quiere ver?
En esto se dejó oír una voz conocida.
358