pueblo. Me he convencido de que soy incapaz de seguirte en tus ideas y de
que no tengo ningún derecho a pedirte cuentas... Sabe Dios los proyectos que
tienes y los pensamientos que ocupan tu imaginación... Por lo tanto, no quiero
molestarte con mis preguntas. ¿Qué te parece...? ¡Ah, qué ridícula soy! No
hago más que hablar y hablar como una imbécil... Oye, Rodia: voy a leer por
tercera vez aquel artículo que publicaste en una revista. Nos lo trajo Dmitri
Prokofitch. Ha sido para mí una revelación. «Ahí tienes, estúpida, lo que
piensa, y eso lo explica todo me dije . Todos los sabios son así. Tiene ideas
nuevas, y esas ideas le absorben mientras tú sólo piensas en distraerlo y
atormentarlo... En tu artículo hay muchas cosas que no comprendo, pero esto
no tiene nada de extraño, pues ya sabes lo ignorante que soy.
Enséñame ese artículo, mamá.
Raskolnikof abrió la revista y echó una mirada a su artículo. A pesar de su
situación y de su estado de ánimo, experimentó el profundo placer que siente
todo autor al ver su primer trabajo impreso, y sobre todo si el escritor es un
joven de veintitrés años. Pero esta sensación sólo duró un momento. Después
de haber leído varias líneas, Rodia frunció las cejas y sintió como si una garra
le estrujara el corazón. La lectura de aquellas líneas le recordó todas las luchas
que se habían librado en su alma durante los últimos meses. Arrojó la revista
sobre la mesa con un gesto de viva repulsión.
Por estúpida que sea, Rodia, puedo comprender que dentro de poco ocuparás
uno de los primeros puestos, si no el primero de todos, en el mundo de la
ciencia. ¡Y pensar que creían que estabas loco! ¡Ja, ja, ja! Pues esto es lo que
sospechaban. ¡Ah, miserables gusanos! No alcanzan a comprender lo que es
la inteligencia. Hasta Dunetchka, sí, hasta la misma Dunetchka parecía creerlo.
¿Qué me dices a esto...? Tu pobre padre había enviado dos trabajos a una
revista, primero unos versos, que tengo guardados y algún día te enseñaré, y
después una novela corta que copié yo misma. ¡Cómo imploramos al cielo que
los aceptaran! Pero no, los rechazaron. Hace unos días, Rodia, me apenaba
verte tan mal vestido y alimentado y viviendo en una habitación tan mísera,
pero ahora me doy cuenta de que también esto era una tontería, pues tú, con
tu talento, podrás obtener cuanto desees tan pronto como te lo propongas. Sin
duda, por el momento te tienen sin cuidado estas cosas, pues otras más
importantes ocupan tu imaginación.
¿Y Dunia, mamá?
No está, Rodia. Sale muy a menudo, dejándome sola. Dmitri Prokofitch tiene la
bondad de venir a hacerme compañía y siempre me habla de ti. Te aprecia de
veras. En cuanto a tu hermana, no puedo decir que me falten sus cuidados. No
me quejo. Ella tiene su carácter y yo el mío. A ella le gusta tener secretos para
mí y yo no quiero tenerlos para mis hijos. Claro que estoy convencida de que
Dunetchka es demasiado inteligente para... Por lo demás, nos quiere... Pero no
sé cómo terminará todo esto. Ya ves que está ausente durante esta visita tuya
que me ha hecho tan feliz. Cuando vuelva le diré: «Tu hermano ha venido
cuando tú no estabas en casa. ¿Dónde has estado?» Tú, Rodia, no te
preocupes demasiado por mí. Cuando puedas, pasa a verme, pero si te es
imposible venir, no te inquietes. Tendré paciencia, pues ya sé que sigues
queriéndome, y esto me basta. Leeré tus obras y oiré hablar de ti a todo el
mundo. De vez en cuando vendrás a verme. ¿Qué más puedo desear? Hoy,
por ejemplo, has venido a consolar a tu madre...
Y Pulqueria Alejandrovna se echó de pronto a llorar.
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