alejarse de él lo más de prisa posible. Se decía: «¿Qué se puede esperar de
este hombre vil y grosero, de ese miserable depravado?» Sin embargo, esta
opinión era un tanto prematura y tal vez mal fundada. En la manera de ser de
Svidrigailof había algo que le daba cierta originalidad y lo envolvía en un halo
de misterio. En lo concerniente a su hermana, Raskolnikof estaba seguro de
que Svidrigailof no había renunciado a ella. Pero todas estas ideas empezaron
a resultarle demasiado penosas para que se detuviera a analizarlas.
Al quedarse solo cayó, como siempre, en un profundo ensimismamiento, y
cuando llegó al puente se acodó en el pretil y se quedó mirando fijamente el
agua del canal. Sin embargo, Avdotia Romanovna estaba cerca de él,
observándole. Se habían cruzado a la entrada del puente, pero él había
pasado cerca de ella sin verla. Dunetchka no le había visto jamás en la calle en
semejante estado y se sintió inquieta. Estuvo un momento indecisa,
preguntándose si se acercaría a él, y de pronto divisó a Svidrigailof que se
dirigía rápido hacia ella desde la plaza del Mercado.
Procedía con sigilo y misterio. No entró en el puente, sino que se detuvo en la
acera, procurando que Raskolnikof no le viese. A Dunia la había visto desde
lejos y le hacía señas. La joven comprendió que le decía que se acercase,
procurando no llamar la atención de Raskolnikof. Atendiendo a esta muda
demanda, pasó en silencio por detrás de su hermano y fue a reunirse con
Svidrigailof.
¡Vámonos! Su hermano no debe enterarse de nuestra entrevista. Acabo de
pasar un rato con él en una taberna adonde ha venido a buscarme y no me ha
sido nada fácil deshacerme de él. No sé cómo se ha enterado de que le he
escrito una carta, pero parece sospechar algo. Sin duda, usted misma le ha
hablado de ello, pues nadie más puede habérselo dicho.
Ahora que hemos doblado la esquina y que mi hermano ya no puede vernos,
sepa usted que ya no le seguiré más lejos. Dígame aquí mismo lo que tenga
que decirme. Nuestros asuntos pueden tratarse en plena calle.
En primer lugar, no es éste un asunto que pueda tratarse en plena calle. En
segundo, quiero que oiga usted también a Sonia Simonovna. Y, finalmente,
tengo que enseñarle algunos documentos. Si usted no viene a mi casa, no le
explicaré nada y me marcharé ahora mismo. Le ruego que no olvide que poseo
el curioso secreto de su querido hermano.
Dunia se detuvo, indecisa, y dirigió una mirada penetrante a Svidrigailof.
¿Qué teme usted? dijo éste . La ciudad no es el campo. Además, incluso en
el campo me ha hecho usted más daño a mí que yo a usted. Aquí...
¿Está prevenida Sonia Simonovna?
No, no le he hablado de esto y no sé si está ahora en su casa. Creo que sí que
estará, pues ha enterrado hoy a su madrastra y no debe de tener humor para
salir. No he querido hablar a nadie de este asunto, e incluso siento haberme
franqueado un poco con usted. En este caso, la menor imprudencia equivale a
una denuncia... He aquí la casa donde vivo. Ya hemos llegado. Ese hombre
que ve usted a la puerta es nuestro portero. Me conoce perfectamente y, como
usted ve, me saluda. Bien ha advertido que voy acompañado de una dama y,
sin duda, ha visto su cara. Estos detalles pueden tranquilizarla si usted
desconfía de mí. Perdóneme si le hablo tan crudamente. Yo tengo mi
habitación junto a la de Sonia Simonovna. Las dos piezas están separadas
solamente por un tabique. En el piso hay numerosos inquilinos. ¿A qué vienen,
pues, esos temores infantiles? No soy tan temible como todo eso.
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