ver nada. Pero en aquella mujer había algo extraño que sorprendía desde el
primer momento, y poco a poco se fue captando la atención de Raskolnikof. Al
principio, esto ocurrió contra su voluntad e incluso le puso de mal humor, pero
en seguida la impresión que le había dominado empezó a cobrar una fuerza
creciente. De súbito le acometió el deseo de descubrir lo que hacia tan extraña
a aquella mujer.
Desde luego, a juzgar por las apariencias, debía de ser una muchacha, una
adolescente. Iba con la cabeza descubierta, sin sombrilla, a pesar del fuerte
sol, y sin guantes, y balanceaba grotescamente los brazos al andar. Llevaba un
ligero vestido de seda, mal ajustado al cuerpo, abrochado a medias y con un
desgarrón en lo alto de la falda, en el talle. Un jirón de tela ondulaba a su
espalda. Llevaba sobre los hombros una pañoleta y avanzaba con paso
inseguro y vacilante.
Este encuentro acabó por despertar enteramente la atención de Raskolnikof.
Alcanzó a la muchacha cuando llegaron al banco, donde ella, más que
sentarse, se dejó caer y, echando la cabeza hacia atrás, cerró los ojos como si
estuviera rendida de fatiga. Al observarla de cerca, advirtió que su estado
obedecía a un exceso de alcohol. Esto era tan extraño, que Raskolnikof se
preguntó en el primer momento si no se habría equivocado. Estaba viendo una
carita casi infantil, de unos dieciséis años, tal vez quince, una carita orlada de
cabellos rubios, bonita, pero algo hinchada y congestionada. La chiquilla
parecía estar por completo inconsciente; había cruzado las piernas, adoptando
una actitud desvergonzada, y todo parecía indicar que no se daba cuenta de
que estaba en la calle.
Raskolnikof no se sentó, pero tampoco quería marcharse. Permanecía de pie
ante ella, indeciso.
Aquel bulevar, poco frecuentado siempre, estaba completamente desierto a
aquella hora: alrededor de la una de la tarde. Sin embargo, a unos cuantos
pasos de allí, en el borde de la calzada, había un hombre que parecía sentir un
vivo deseo de acercarse a la muchacha, por un motivo a otro. Sin duda había
visto también a la joven antes de que llegara al banco y la había seguido, pero
Raskolnikof le había impedido llevar a cabo sus planes. Dirigía al joven miradas
furiosas, aunque a hurtadillas, de modo que Raskolnikof no se dio cuenta, y
esperaba con impaciencia el momento en que el desharrapado joven le dejara
el campo libre.
Todo estaba perfectamente claro. Aquel señor era un hombre de unos treinta
años, bien vestido, grueso y fuerte, de tez roja y boca pequeña y encarnada,
coronada por un fino bigote.
Al verle, Raskolnikof experimentó una violenta cólera. De súbito le acometió el
deseo de insultar a aquel fatuo.
Diga, Svidrigailof: ¿qué busca usted aquí? exclamó cerrando los puños y con
una sonrisa mordaz.
¿Qué significa esto? exclamó el interpelado con arrogancia, frunciendo las
cejas y mientras su semblante adquiría una expresión de asombro y disgusto.
¡Largo de aquí! Esto es lo que significa.
¿Cómo te atreves, miserable...?
Levantó su fusta. Raskolnikof se arrojó sobre él con los puños cerrados, sin
pensar en que su adversario podía deshacerse sin dificultad de dos hombres
como él. Pero en este momento alguien le sujetó fuertemente por la espalda.
Un agente de policía se interpuso entre los dos rivales.
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