de un tiro en la cabeza. Bien sé que el hombre honrado tiene que aburrirse,
pero aun así...
¿Sería usted capaz de dispararse un balazo en la cabeza?
¿A qué viene esa pregunta?
exclamó Svidrigailof con un gesto de
contrariedad . Le ruego que no hablemos de estas cosas se apresuró a añadir,
dejando su tono de jactancia.
Incluso su semblante había cambiado.
No puedo remediarlo. Sé que esto es una debilidad vergonzosa pero temo a la
muerte y no me gusta oír hablar de ella. ¿Sabe usted que soy un poco místico?
Ya sé lo que quiere usted decir... El espectro de Marfa Petrovna... Dígame: se
le aparece todavía.
No me hable de eso exclamó, irritado . En Petersburgo no se me ha aparecido
aún. ¡Que el diablo se lo lleve...! Hablemos de otra cosa... Además, no me
sobra el tiempo. Aun sintiéndolo mucho, pronto tendremos que dejar nuestra
charla... Pero aún tengo algo que decirle.
Le espera una mujer, ¿verdad?
Sí... Un caso extraordinario. Pura casualidad... Pero no es de esto de lo que
quería hablarle.
¿No le inquieta la bajeza de esta conducta? ¿Es que no tiene usted fuerza de
voluntad suficiente para detenerse?
Fuerza de voluntad... ¿Acaso la tiene usted? ¡Je, je, je! Me deja usted
boquiabierto, Rodion Romanovitch, y eso que esperaba oírle decir algo
parecido. ¡Que hable usted de disipación, de cuestiones morales! ¡Que haga
usted el Schiller, el idealista! Desde luego, esos puntos de vista son muy
naturales, y lo asombroso sería oír sustentar la opinión contraria, pero,
teniendo en cuenta las circunstancias, la cosa resulta un poco rara... ¡Cuánto
lamento que el tiempo me apremie! Me parece usted un hombre en extremo
interesante. A propósito, ¿le gusta Schiller? A mí me encanta.
Es usted un fanfarrón repuso Raskolnikof con un gesto de repugnancia.
Le aseguro que no lo soy, pero, aun admitiendo que lo fuera, ¿haría con ello
algún mal a alguien? He vivido siete años en el campo con Marfa Petrovna. Por
eso, cuando me he encontrado con un hombre inteligente como usted...,
inteligente y, además, interesante..., es natural que me sienta feliz de charlar
con él. Además, me he bebido el champán que me quedaba en el vaso y se me
ha subido a la cabeza. Sin embargo, lo que más me trastorna es cierto
acontecimiento del que no quiero hablar... Pero ¿dónde va usted? preguntó,
sorprendido.
Raskolnikof se había levantado. Se ahogaba, se sentía a disgusto en aquel
ambiente y se arrepentía de haber entrado allí. Svidrigailof se le aparecía como
el más despreciable malvado que pudiera haber en el mundo.
Espere, espere un momento. Pida un vaso de té. No se marche. Le aseguro
que no hablaré de cosas absurdas, es decir, de mí. Tengo que decirle una
cosa... ¿Quiere usted que le cuente cómo una mujer se propuso salvarme,
como usted diría? Es una cuestión que le interesará, pues esta mujer es su
hermana. ¿Se lo cuento? Así emplearemos el tiempo de que aún dispongo.
Hable, pero espero que...
No se inquiete. Avdotia Romanovna no puede inspirar, ni siquiera a un hombre
tan corrompido como yo, sino el respeto más profundo.
IV
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