aquel rostro le había causado siempre un asombro profundo. En verdad, era un
rostro extraño. Tenía algo de máscara. La piel era blanca y sonrosada; los
labios, de un rojo vivo; la barba, muy rubia; el cabello, también rubio y además
espeso. Sus ojos eran de un azul nítido, y su mirada, pesada e inmóvil. Aunque
bello y joven cosa sorprendente dada su edad , aquel rostro tenía un algo
profundamente antipático. Svidrigailof llevaba un elegante traje de verano. Su
camisa, finísima, era de una blancura irreprochable. Una gran sortija con una
valiosa piedra brillaba en su dedo.
Ya que usted lo quiere, seguiremos hablando dijo Raskolnikof, entrando en
liza repentinamente y con impaciencia febril . Por peligroso que sea usted y por
poco que desee perjudicarme, no quiero andarme con rodeos ni con astucias.
Le voy a demostrar ahora mismo que mi suerte me inspira menos temor del
que cree usted. He venido a advertirle francamente que si usted abriga todavía
contra mi hermana las intenciones que abrigó, y piensa utilizar para sus fines lo
que ha sabido últimamente, le mataré sin darle tiempo a denunciarme para que
me detengan. Puede usted creerme: mantendré mi palabra. Y ahora, si tiene
algo que decirme (pues en estos últimos días me ha parecido que deseaba
hablarme), dígalo pronto, pues no puedo perder más tiempo.
¿A qué vienen esas prisas? preguntó Svidrigailof, mirándole con una
expresión de curiosidad.
Todos tenemos nuestras preocupaciones repuso Raskolnikof, sombrío e
impaciente.
Acaba de invitarme usted a hablar con franqueza dijo Svidrigailof sonriendo , y
a la primera pregunta que le dirijo me contesta con una evasiva. Usted cree
que yo lo hago todo con una segunda intención y me mira con desconfianza.
Es una actitud que se comprende, dada su situación; pero, por mucho que sea
mi deseo de estar en buenas relaciones con usted, no me tomaré la molestia
de engañarle. No vale la pena. Por otra parte, no tengo nada de particular que
decirle.
Siendo así, ¿por qué ese empeño en verme? Pues usted está siempre dando
vueltas a mi alrededor.
Usted es un hombre curioso y resulta interesante observarlo. Me seduce lo
que su situación tiene de fantástica. Además, es usted hermano de una mujer
que me interesó mucho. Y, en fin, tiempo atrás me habló tanto de usted esa
mujer, que llegué a la conclusión de que ejercía usted una fuerte influencia
sobre ella. Me parece que son motivos suficientes. ¡Je, je! Sin embargo, le
confieso que su pregunta me parece tan compleja, que me es difícil
responderle. Ahora mismo, si usted ha venido a verme, no ha sido por ningún
asunto determinado, sino con la esperanza de que yo le diga algo nuevo. ¿No
es así? Confiéselo le invitó Svidrigailof con una pérfida sonrisita . Bien, pues
se da el caso de que también yo, cuando el tren me traía a Petersburgo,
alimentaba la esperanza de conocer cosas nuevas por usted, de sonsacarle
algo.
¿Qué me podía sonsacar?
Pues ni yo mismo lo sé... Ya ve usted en qué miserable taberna paso los días.
Aquí estoy muy a gusto, y, aunque no lo estuviera, en alguna parte hay que
pasar el tiempo... ¡Esa pobre Katia...! ¿La ha visto usted...? Si al menos fuera
un glotón o un gastrónomo... Pero no: eso es todo lo que puedo comer y
señalaba una mesita que había en un rincón, donde se veía un plato de
hojalata con los restos de un mísero bistec . A propósito, ¿ha comido usted?
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